¿Existe un espíritu europeo? Una disertación sobre el alma fracturada del continente

La ruptura de la antigua cristiandad dejó a Europa sin un espíritu cohesionado, a diferencia de la hispanidad, que aún conserva una unidad cultural reconocible

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La pregunta por el «espíritu de Europa», ese supuesto Volksgeist continental que Johann Gottfried Herder jamás llegó a formular para el continente como un todo, ha vuelto a emerger en los debates intelectuales europeos con una fuerza inusual. La reciente intervención del ex primer ministro eslovaco y las ponencias escuchadas en el evento Battle for the Soul of Europe en Bruselas reviven las siguientes preguntas: ¿puede Europa tener un alma unificada? ¿O es la Unión Europea, como afirmó Václav Klaus, un intento artificial e imposible de fabricar una unidad espiritual donde nunca la hubo?

Uno de los puntos más llamativos en la conferencia fue precisamente éste. «Europa es un conglomerado de naciones; la Unión Europea es un constructo artificial», dijo Klaus, desmontando la premisa misma del título del evento. El expresidente checo enfatizó que confundir Europa con la UE es un error categórico ya que, aseguró, no existe un sujeto político europeo homogéneo, ni mucho menos un alma única que pueda expresarse a través de instituciones supranacionales.

El exmandatario apuntó en la misma dirección: Europa no es una entidad unificada, sino la suma de voluntades estatales a menudo contrapuestas, un continente atravesado por lenguas, costumbres, religiones, historias imperiales divergentes y trayectorias políticas incompatibles. A diferencia del modelo estadounidense —una federación de repúblicas concebida desde su nacimiento como unidad política— Europa es un mosaico difícilmente reducible a una síntesis espiritual común. Y, sin embargo, la noción de «espíritu europeo» parece reaparecer cíclicamente como un fantasma que se invoca para legitimar proyectos políticos.

La cuestión de si existe una esencia europea (un Volksgeist continental) necesita, por tanto, una reflexión más amplia, histórica y filosófica. Si algún día existió un espíritu europeo unificado, este fue religioso, no político.

El nacimiento del mito europeo: la cristiandad como alma común

Durante casi un milenio, Europa no fue Europa, sino cristiandad. La identidad continental no se entendía como una comunidad geográfica ni política, sino espiritual. La noción de Europa —poco usada durante la Edad Media— se asentó sobre el sustrato de la Iglesia, la cultura latina, la liturgia común y un horizonte moral compartido. Cuando hoy se dice que «Europa tiene raíces cristianas», suele olvidarse la profundidad real de esa unidad: no era una raíz, sino el tronco entero. Y es cristiana, no judeocristiana —un concepto reciente con evidentes intereses geopolíticos ajenos e incluso contrarios a los europeos en general e hispánicos en particular—. Tampoco tiene sus raíces en el Talmud, por mucho que la presidente de la Comisión Europea Úrsula von der Leyen así lo proclamara. La UE seguro que sí, pero no desde luego Europa.

De Vladímir I de Kiev a Carlomagno, de Tomás de Aquino a Dante, todo el tejido intelectual europeo se sostenía sobre una antropología y una cosmología coherentes. Patrick Deneen lo recordó en su intervención: el alma europea nació del encuentro entre la filosofía clásica y la fe cristiana. Allí se gestaron las virtudes cardinales, la dignidad de la persona, la noción de responsabilidad moral, el sentido de límite, la idea de que las sociedades deben protegerse de los excesos de la naturaleza humana.

La reforma protestante fracturó esa unidad espiritual de forma irreversible. No se rompió sólo la Iglesia: se rompió el marco antropológico y ético que había servido de pegamento para identidades tan dispares como la española, la francesa, la flamenca, la alemana o la italiana. Europa dejó de ser Cristiandad para convertirse en una pluralidad de cristiandades opuestas. Y, a partir de ahí, comenzó la deriva ideológica: racionalismo, liberalismo, nacionalismo romántico, marxismo, cientificismos, positivismos, totalitarismos y, en el siglo XX, la secularización radical que convirtió al continente en un espacio postreligioso y postnacional. Lo que quedaba en común entre europeos era ya, como señala Deneen, menos una afirmación de lo que se es que una negación de lo que no se quiere ser.

El Europeo moderno: unido en lo negativo, fragmentado en lo positivo

El europeo contemporáneo comparte poco en términos afirmativos. No hay una fe común, ni una lengua, ni un símbolo que provoque adhesión colectiva —a pesar de los intentos de Bruselas de crear una especie de nacionalismo europeo postmoderno—. No hay un mito fundacional compartido más allá de narrativas vagamente ilustradas. No existe una filosofía política europea unificada. Tampoco una visión moral homogénea. La metafísica que sostenía la unidad europea (la teología cristiana) se ha diluido hasta convertirse en una ética humanitaria genérica sin raíces firmes. Y en muchas ocasiones incluso en contra de su misma esencia cristiana, generando una crisis identitaria sin precedentes.

Lo que sí parece unir a los europeos es una serie de negaciones: Europa es aquello que no es Rusia —siendo parte de la misma Europa—, no es el Islam —en pleno proceso de islamización—, no es China —a pesar de entregarnos completamente a su sistema de producción—, no es América —a pesar de ser la UE un apéndice de Washington y un continente invadido desde 1945—, no es África —a pesar de importar millones de neoesclavos—. Europa es aquello que ya no es: ya no es cristiandad —demolida por la masonería y los liberales afrancesados—, ya no es imperio —insuflados de espíritu autodestructivo y humillante—, ya no es fe —apoyados de un cientificismo al servicio del que firma los talones en cada momento—, ya no es civilización expansiva —es sumisa—.

En este sentido, la inmigración masiva no rompe un espíritu europeo previamente unificado; más bien pone en evidencia que ese espíritu ya estaba roto —de ahí la xenofilia imperante—. El continente se enfrenta a la paradoja de intentar integrar a millones de personas en una identidad que ni siquiera sus propios habitantes tienen clara. Lo que antes unía (la religión, la moral, la familia, la comunidad, elementos autáxicos) hoy es precisamente aquello que Europa institucional combate o relativiza.

El resultado es el que describió Ryszard Legutko: un sistema político que intenta fabricar una identidad artificial mediante burocracia, leyes y narrativa ideológica, olvidando que los espíritus no se imponen desde arriba. De hecho, el intento de «dar un alma a Europa» —como decía el expresidente de la Comisión Europea Jacques Delors— no ha hecho más que revelar que Europa no la posee desde hace siglos.

La excepción hispánica: la única unidad espiritual existente

Mientras el continente perdió su alma común al fragmentarse la cristiandad en confesiones rivales, la hispanidad logró lo contrario: integrar pueblos, lenguas y culturas diversas bajo una cosmovisión religiosa unificada. No es casual: la unidad católica fue siempre su fundamento, tanto en la península como en América.

La hispanidad no es una unidad política —y nunca lo fue al ser una unión de reinos— sino espiritual, cultural y moral. A diferencia de Europa, que se secularizó radicalmente, la hispanidad mantuvo durante siglos la continuidad religiosa y antropológica que hacía posible un espíritu común. Esa unidad se refleja todavía hoy, aunque erosionada por influencias geopolíticas contemporáneas, ideologías globalistas y procesos de ingeniería cultural externos.

Mientras Europa se atomiza en identidades fluidas y narcisismos posmodernos, la hispanidad conserva una estructura moral y simbólica coherente: idioma compartido, herencia católica común, antropología similar, cosmovisión convergente. Incluso en su diversidad nacional, la hispanidad posee algo que Europa perdió: una metafísica común.

Es revelador que los intentos actuales por desmantelar la identidad hispánica procedan precisamente de potencias externas que comprenden el peligro de un bloque cultural cohesionado. Las campañas de fragmentación ideológica, revisionismos históricos y políticas de erosión moral buscan disolver el último espacio —más allá del islam— que mantiene una unidad espiritual transnacional.

El espíritu europeo, entre la nostalgia y la posibilidad

¿Existe un espíritu europeo? En sentido político, no. En sentido histórico, existió. En sentido futuro, solo podría reconstruirse sobre bases que Europa parece haber olvidado: fe, moral, comunidad, familia, tradición y un horizonte común. La UE no puede fabricarlo, como advirtió Klaus, porque los espíritus no se decretan. La identidad no nace de un reglamento, ni de una directiva, ni de un tribunal. La unidad no se impone; se revela. Y Europa, tal como está hoy, no revela nada.

La única vía posible es regresar a la fuente original que unió al continente durante casi mil años: la cosmovisión cristiana. Pero Europa, como conjunto, parece haber renegado de esa raíz. Y en su lugar ha quedado un vacío que sus élites llenan con ideologías, burocracia y narrativas tecnocráticas sin alma.

El debate sobre el «alma de Europa» parece condenado a la nostalgia. Porque lo que Europa tuvo —y perdió— no puede reconstruirse sin recuperar los fundamentos espirituales que la hicieron posible. Y porque, paradójicamente, donde ese espíritu aún sobrevive no es en Bruselas, Berlín o París, sino en Sevilla, en México, en Bogotá, en Filipinas. ES decir, en el mundo hispánico.

Europa se pregunta qué es. La hispanidad, aun bajo ataque, recuerda lo que fue. Y tal vez esa diferencia sea la clave para entender cuál de los dos espacios culturales conserva todavía un alma propia —y dónde deberíamos centrarnos—.

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