El fin último que persigue el transhumanismo —si bien no siempre abiertamente confesado— es lo que denomina inmortalismo: una prolongación de la temporalidad hasta una longevidad indefinida, que no es en modo alguno comparable con la plenitud de la vida eterna a la que aspira la esperanza cristiana. Pero, además, hay una cuestión anterior: si abandonamos la carne ya no somos nosotros; porque nosotros somos carne. Por lo que, si abandonamos la carne, abandonamos nuestro ser.
Al margen de la disyuntiva entre un enfoque evolucionista o de perfección ontogenética, abandonar la carne conlleva abandonar la posibilidad de inmortalidad, ya que únicamente alcanzaremos la inmortalidad y la plenitud pasando por la muerte y posterior resurrección de nuestro cuerpo. Pues, aunque la finitud es intrínseca al ser humano en su actual situación de naturaleza caída, esa misma naturaleza humana es ya y para siempre la naturaleza del mismo Dios, con la que compartimos destino.
La puerta de la inmortalidad, por tanto, es nuestra propia carne, capaz de resurrección por su unión —en la eucaristía— con la carne resucitada de Cristo porque el Verbo eterno la asumió, uniéndose a ella de manera hipostática, en la historia y en la eternidad. Y es también puerta a la inmortalidad la carne doliente de los demás hombres y mujeres, que es para nosotros ocasión y posibilidad de ejercer el amor-misericordia y el amor-agapé, dando de comer y vestir al mismo Cristo que será quien nos entregue el reino que tiene preparado para nosotros desde la creación del mundo.
Por tanto, nuestra respuesta de confianza en Dios Trino desde nuestro ser esencialmente llamado no es posible en un camino hacia el no-hombre (el transhumano). No sólo por los medios inmorales que puedan ser empleados por el transhumanismo sino, principalmente y sobre todo, por el fin que persigue: transformar al humano en transhumano.
Si el camino del transhumanismo es el del descarte del cuerpo, este se ha de rechazar para optar por un camino de trabajo a favor del cuerpo, contra las enfermedades y el sufrimiento. Porque «el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo» (Benedicto XVI, 2011).
Progreso, pero no cambio
En este sentido, y desde la perspectiva de la respuesta del hombre ante el don recibido podemos establecer una cierta analogía entre la manera de pretender el mejoramiento del don de la naturaleza humana y el modo como San Vicente de Lerins resolvió la cuestión de la evolución de nuestro conocimiento del don de la verdad revelada —que también Dios entregó al hombre como prueba de su amor—: que haya progreso, pero no cambio.
Por todo lo anterior, se propone enfocar todo este esfuerzo cultural, intelectual y científico en caminar hacia el hombre: el hombre completado, perfeccionado…, pero, ante todo —y por encima de todo—, hombre. Un camino diferente al que proyecta el transhumanismo y que, por tanto, debe tener también una denominación diferente, que podría ser: perhumanismo. Un camino en el que se podrá contar seguramente con la terapia y el mejoramiento humano (enhancement) obrados por una ciencia y una técnica puestas al servicio de la humanidad. El mismo camino, en definitiva, que Jesús recorrió y nos animó a seguir.
El hombre nuevo no será el transhumano, sino los hombres y mujeres redimidos y justificados por Cristo, que es la piedra desechada por los arquitectos, pero que es la piedra angular.