El transhumanismo suscita en millones de cristianos en todo el mundo la cuestión de si sus medios y, sobre todo, sus pretensiones son compatibles con la antropología cristiana: ¿es positivo el intento de transformar la naturaleza humana, obra cumbre de la creación o se trata, más bien, de una nueva edición de la torre de Babel?
En efecto, desde la concepción antropológica —o no antropológica— del transhumanismo se trabaja por la sustitución del hombre tal y como lo hemos conocido hasta ahora por el cyborg. Semejante aspiración —aparte de otras consideraciones de tipo práctico— sólo puede encontrar justificación —en el mejor de los casos— en el desconocimiento de la especificidad de la naturaleza humana, de su extraordinaria dignidad, de su razón de ser, de su origen y de su destino. No es este el caso del hombre iluminado por la fe, que encuentra en ella, precisamente, todo lo anterior.
Porque mejorar o perfeccionar la obra de Dios no es destruirla ni hacerla desaparecer como profetiza el transhumanismo —al menos en algunas de sus corrientes—, en lo que aparece como una verdadera rebelión contra el don cuando habla de un nuevo inicio o una «nueva creación».
Transhumanismo: antropología, teleología y denominación (y II)
El perfeccionamiento de la obra de Dios, por el contrario, sí sintoniza con «la lógica del don» y ofrece una continuidad con lo que en la Revelación se presenta como la verdadera «nueva creación» que Cristo llevó adelante mediante su encarnación, muerte, resurrección y ascensión, asumiendo todo el hombre: su naturaleza creada y caída, con todas sus debilidades, que tendrá su culminación para cada persona en la resurrección final. Se presenta, por tanto, una disyuntiva en la que hay que elegir entre una hipotética futura nueva «creación» —necesariamente pobre y limitada— obra de la criatura, o la nueva creación que el Creador ya ha realizado y que está en vías de cumplimiento.
En efecto, Jesucristo no mostró en ninguna de sus palabras u obras intención alguna de modificar o alterar el ser de cada hombre o mujer, sino más bien, eso sí, actuó para librarlos de diversos tipos de enfermedades somáticas y mentales, de distintos sufrimientos y de la misma muerte mediante su propia resurrección con un cuerpo humano glorioso y eterno, «sin defecto, ni mancha, ni arruga», modelo del que será nuestro futuro cuerpo resucitado glorioso.
El hombre está llamado a aceptar su naturaleza
El hombre es un ser esencialmente llamado. En efecto, entre las llamadas que Dios dirige a cada ser humano relacionadas con decisiones importantes de su vida e, incluso, con las pequeñas cosas de cada día —variadas y diferentes para cada uno—, existe una llamada común, originaria y fundante: la llamada a la existencia.
Que el hombre sea un ser llamado no es una realidad periférica para él, sino «una dimensión estructurante, constitutiva de nuestra identidad de hombre [varón] o de mujer». De hecho, el hombre sólo puede realizarse respondiendo a las llamadas que Dios le dirige a lo largo de su existencia.
Y a esta llamada radical de Dios, que es la llamada a nuestra existencia como humanos, corresponde el sí por parte del hombre de aceptar la naturaleza que Dios Trino ha querido —primero— crear para él y —después— asumir en la Persona del Hijo. Un sí que el hombre pronuncia cuando reconoce el poder, la sabiduría y la bondad que Dios ha manifestado en su creación. Y cuando confía en que se desbordarán sus expectativas en la resurrección final, cuando su Hijo vuelva y —gracias a la redención que ha hecho de esta humanidad caída— queden superados el sufrimiento, la enfermedad y la muerte de manera definitiva.
Hasta ahora, la posibilidad de separarse de Dios o de ser gloria de Dios se mantenía en el orden del obrar. Ahora, cada vez más —el transhumanismo es ejemplo acabado de ello—, esta posibilidad va alcanzando el orden del ser. Porque el camino desconocido y sombrío que puede abrir el transhumanismo llevaría al hombre a convertirse —no ya en hijo pródigo de bienes materiales sino— en hijo pródigo de su propio ser-recibido; estado del que no conocemos cuál sería el camino de retorno.
Cuando el hombre rechaza, no la debilidad, sino al débil; no la enfermedad, sino al enfermo…, se está negando a sí mismo. Porque está pretendiendo cambiar su ser de criatura contingente y dependiente por el de un ser autocreado.
De manera que no podrá el hombre alcanzar su plenitud arrumbando la obra de su Creador. Más bien, por el contrario, le convendrá tratar de conservar y perfeccionar tanto la casa común en la que habitamos, que es buena, como esa otra obra muy buena, que es nuestra naturaleza humana (siempre que deje intacta, sobre todo, su libertad).