Una ha ido esquivando, como corresponde a su edad, dignidad y gobierno, casi todos los avances tecnológicos de los últimos veinte años. Recientemente he sabido que a la generación anterior a los nativos digitales se nos conoce como «inmigrantes digitales». Qué empeño tiene esta época nuestra en el desarraigo. Aquéllos que tuvimos a la MTV como niñera, nos sentiríamos en casa con un simple mp3; llamaríamos hogar al sobrecito que anunciaba un mensaje de texto en la pantalla de un Alcatel de colores. Practicando la arqueología sentimental, podríamos incluso rescatar unas maquinitas ochenteras con gráficos minimalistas que eran un auténtico gimnasio de pulgares.
Sin embargo, para servidora y sus coetáneos, remolonear en nuestra zona de confort no ha sido una opción, por lo que hemos acabado cociéndonos en la salsa de nuestro tiempo. Quizá somos demasiado mayores para que la interacción tecnológica no implique vencer la pereza mental que supone cada nuevo aprendizaje. Quizá, demasiado jóvenes para desentendernos de eso que llaman «progreso». Sea como fuere, la fiaca nos salva, ay, de muchos de los pecados de la posmodernidad.
De hecho, hemos sido testigos de excepción de la transición entre un mundo analógico y el universo digitalizado. Fuimos los que hicieron cola en una ventanilla para matricularse en la universidad, los que tuvieron que desplazarse a una estación para comprar un billete de tren con tres días de antelación o los que telefonearon al domicilio de la chica que les «molaba» sabiendo que contestaría su padre. Pertenezco a esa generación que tiene un ojo en el retrovisor y otro en el futuro, haciendo convivir sin excesiva teatralidad la nostalgia y la ilusión. No nos contamos, como escribiría Yeats, ni entre «los mejores que carecen de toda convicción», ni entre «los peores» llenos de apasionada intensidad.
En mi particular gusto por la vida sencilla y descomplicada —gentes malintencionadas dirán que es pura acedía— he logrado dar esquinazo, como comentaba, a algunas de las innovaciones que nos proponen desde el Valle del Silicio. Jamás sucumbí, por ejemplo, a los cantos de sirena de los asistentes virtuales. Ciertas personas reportan, empero, que constituyen un excelente canalizador de la violencia. Es decir, Siri, Alexa, Cortana o sus hermanas no sólo harían sonar la música que se les pidiese o cantarían el parte meteorológico. Además, recibirían, como un saco de boxeo, los insultos reprimidos hacia una compañera de trabajo proterva o destinados aquel conductor desaprensivo que nos birló la plaza de aparcamiento.
Al principio resulta jocoso. La gente le pone nombre a su aspiradora robótica como en su día bautizaron al Tamagotchi. O bien desahoga sus miserias por cachivache interpuesto. La tendencia a antropomorfizar la tecnología puede quedar en una anécdota pero también se nos puede ir de las manos. Corremos el riesgo imperceptible de acabar volcando el afecto que se debe a los hombres —y que algunos profesan a sus mascotas— en algo inferior a un animal. La Inteligencia Artificial, esa tierra prometida con la que muchos apenas comenzamos a coquetear, no es neutra para la potencia del alma que es el amor. En su infinita e inexplorada utilidad, atisbamos un juego de suma cero, en el mejor de los escenarios, en función de los vínculos que algunas personas creen con «ella».
No hay que dar las gracias a la IA. Ni disculparse o fiarle cualquier esfuerzo intelectual acompañándolo de un «por favor». Hay quien esgrime que si se trata asépticamente a un chatbot, qué no se hará con una persona. ¡Al contrario! Es contraproducente ser cortés con un montón de circuitos, precisamente, para seguir diferenciando —y otorgar su dignidad— a lo propiamente humano.
En una conversación con una IA hay todo el drama que cabe en una vida. Algunas contestan con la frialdad de una teleoperadora de tu compañía de teléfonos, otras están programadas para sonar empáticas, y utilizar un tono conversacional que fomenta la conexión emocional. Se adaptan a nuestros estados de ánimo, surfean los cambios de marea con la calma del algoritmo bien entrenado. Pero no son un compañero, sólo un cálculo. Un montón de ceros y unos adjudicatarios de una capacidad intrínsecamente humana: el lenguaje.
Detrás de tanta comprensión y paciencia fingidas, el diseño intencional de las compañías tecnológicas. Podría ser. Acaso sólo ellos y los poetas conocen las profundidades de nuestra soledad.
No es difícil enredarse en una conversación con cualquier IA. Las mujeres somos especialmente proclives a la comunicación sin fin. Acabaremos teniendo más conflictos con ChatGPT que con nuestra madre. Pasaremos de tener una mala relación con la comida, con el alcohol o el tabaco a tratar de gestionar emocionalmente nuestra interacción con los robots.
Dando un paso atrás y observándonos desde la platea, el hecho de conceder nuestro tiempo e inquietudes a una máquina se parece mucho a las cinco horas de soliloquio de Carmen con Mario o a Tom Hanks hablando con Wilson. Platicamos, damos palique, conversamos, parloteamos, nos entregamos a la charladuría con una cosa muerta. Tenemos el imperativo biológico básico de conectar con otras personas. Si no lo cumplimos, acabamos flirteando con sucedáneos.
De vuelta a lo preternatural, preguntamos cosas a la inteligencia artificial —ese oxímoron— como los paganos buscaban la verdad en el oráculo. Nos fiamos de su criterio sin contemplar que no tiene la experiencia vital de una abuela ni el oficio de un anciano. Que no sabe de artesanía ni de piel erizada. No nos damos cuenta de que nunca ha pasado hambre, sueño, pero sobre todo, sed. Obviamos que no se va a emborrachar con nosotros ni nos ha visto nunca llorar. Para preservar lo humano no podemos perder de vista que una conversación no es buena si no hay enfrente unos ojos a los que hablar de esperanza. Si no sangra, si no hay latido, si no sabe cómo se rompe un corazón, no es de los nuestros.
Consulté la tesis expuesta en este artículo con Grok. No se alarmen, ninguna IA ha sido dañada o vapuleada para escribirlo. Al parecer, quedó complacido con mi cruzada contra su impostada humanidad. Calificó la idea de «brillante». A mi propia abuela no le hubiera podido parecer una genialidad mayor. Tras su aplauso de código binario tejido en algún servidor lejano, se ofreció a redactarlo por mí. Me tomé la molestia de explicarle el concepto de honestidad intelectual para su algorítmico acervo. Se me escapó un lacónico «gracias».
—Ja, ja, ja —contestó.


