Deconstruyendo el mito conservador de Benedicto XVI (VI): del Dios de los filósofos al filósofo de Dios

Ratzinger recordó que la consecuencia de la secularización ha sido una cultura que absolutiza el subjetivismo y pierde el sentido del bien común

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De todas las dicotomías en las que nuestro mundo ha colocado a Joseph Ratzinger, una siempre ha sido más bulliciosa: ¿Ratzinger el filósofo o Benedicto el teólogo? El interrogante da para largos debates y peroratas; su peso intelectual —manifestado en gran medida en las conversaciones con sus adversarios intelectuales— y su empeño por defender una fe razonada y una razón abierta al misterio nos ayudan ahora, sin embargo, a decantarnos por uno de los extremos del enigma. No en vano su vida fue un viaje de la cátedra universitaria a la Cátedra de San Pedro.

Decíamos que uno de los rasgos más progresistas de Ratzinger —entendiendo por progresista la creativa novedad de su magisterio y su reivindicación de la razón frente a la cerrazón, así como su vigencia como un hombre de nuestro tiempo— fue su profundidad filosófica. Aunque de hecho el gran público lo identifique principalmente por su papel como pontífice o por sus posturas doctrinales, quienes se adentran en la lectura sosegada de sus textos descubren un pensador rigurosamente racional, profundamente dialogante y considerablemente moderno. Ejemplo de ello es una de sus prontas conclusiones: el Dios cristiano es el Dios de los filósofos. Con esta idea Benedicto XVI sintetizó su empeño por reconciliar la razón filosófica con la revelación cristiana, en diálogo constante con la tradición grecolatina y con los desafíos del pensamiento contemporáneo. No parece un reto menor.

Sin ponernos arqueológicos, fue el científico francés Blaise Pascal quien acuñó el término «Dios de los filósofos». Como contraposición inexpugnable al «Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» —expresión bíblica repetida especialmente durante el Antiguo Testamento—, este Dios representa en la filosofía una figura conceptual, abstracta y universal: en la cabeza de Pascal era más bien un Dios pensado por la razón, sin referencia directa a una experiencia de fe concreta o a una historia de salvación; el Dios de los filósofos es, en fin, un Dios que no se ha hecho carne. Pero Benedicto XVI no se achantó frente a esta expresión, sino que de alguna forma ingeniosa la asimiló y la armonizó al pensamiento cristiano.

Lejos de rechazar este «Dios de los filósofos», Ratzinger lo consideró un punto de partida válido y necesario en su diálogo con la filosofía. En opinión del pontífice, si se elimina del pensamiento humano la posibilidad de acceder a Dios por la vía de la razón, se socava la misma capacidad de la filosofía para ofrecer respuestas últimas. No en vano, en Introducción al cristianismo, obra fundamental de su primera etapa académica, Ratzinger escribió: «La confesión cristiana del Dios único presupone la victoria del pensamiento griego sobre el mito […]. La fe cristiana se ha identificado con el movimiento racionalista del logos contra el mito».

A esta afirmación se suman otras tantas, entre las que destaca su defensa de la complementariedad del Logos y Dios: «La fe cristiana […] está convencida de que el pensamiento, y solo él, puede conducir al reconocimiento de Dios; que no hay contradicción entre Logos y Dios». Precisamente esta afirmación de Ratzinger nos revela dos aspectos clave: por un lado, su convicción de que la filosofía, si es fiel a sí misma, no conduce al escepticismo, sino a la apertura; por otro, su lectura crítica del secularismo moderno, que ha querido eliminar a Dios de la esfera pública bajo la pretensión de neutralidad. La consecuencia de esta secularización, advertía Benedicto XVI, no ha sido una sociedad más racional, sino una cultura que ha absolutizado el subjetivismo y ha perdido el sentido del bien común. Progresista frente al progresismo.

Pero su defensa del Dios de los filósofos no le fue sólo intelectualmente estimulante, sino, sobre todo, vivificadora: Benedicto XVI no solo defendió a los grandes filósofos de la tradición, sino que él mismo fue, en cierto sentido, el filósofo más audaz del siglo XXI. Su valentía no residió en proponer novedades ruidosas, sino en la profundidad con que supo sostener verdades esenciales en un mundo que comenzaba a tratarlas como obsoletas. Y en este gesto intelectual hay, paradójicamente, un signo de progreso. Ratzinger no fue un conservador en el sentido peyorativo del término, sino un hombre de pensamiento libre que cuestionó los nuevos dogmas laicos —el cientificismo, el relativismo, el nihilismo, el voluntarismo— con una racionalidad argumentada y lúcida.

Muchos de sus discursos, tanto antes como durante su pontificado, muestran una actitud que podría calificarse como revolucionaria en el contexto eclesial: defender la filosofía como herramienta imprescindible para la comprensión de la fe y para el diálogo con el mundo. Defendió con vehemencia que no sólo es la fe fundamental para la razón, sino también la razón para la fe, en el contexto de una Iglesia que en ocasiones ha separado con desconfianza la filosofía de la teología. Con conocimiento de causa Benedicto XVI insistió en que la fe sin razón corre el riesgo de convertirse en superstición. Lo expresó con gran claridad en 2008, durante su discurso en la Universidad La Sapienza: «La Iglesia ha defendido siempre que entre razón y fe existe una profunda armonía. […] El Papa no impone la fe, sino que invita a mantener viva la sensibilidad por la verdad; una tarea propia de la filosofía».

Esta fidelidad a la filosofía lo sitúa, por muy paradójico que nos parezca, como un Papa progresista en el mejor sentido: no como quien adapta la doctrina al gusto del momento, sino como quien cree firmemente que solo una fe que razona puede ser relevante en una sociedad plural. En medio de estructuras eclesiásticas históricamente próximas a la rigidez, Ratzinger encarnó una apertura intelectual genuina: no quiso renunciar a la verdad revelada, pero tampoco a la discusión seria con quienes la cuestionaban. A diferencia de pensadores que simplificaron esta conversación, él optó siempre por el camino más exigente: el de la inteligencia creyente y la fe razonada, que busca comprender, argumentar, dialogar y escuchar.

Por su asimilación cristiana del «Dios de los filósofos» fue capaz de conversar con pensadores de tradiciones muy diversas —ateos, agnósticos, marxistas, positivistas— sin dejar de sostener su punto de vista. Pero lo hacía sin imponerse, sin condenar, y con una lucidez que imponía respeto. No en vano, muchos de sus interlocutores más críticos siempre reconocieron en él a un pensador de talla universal, dotado de una finura filosófica inusual. Su formación en Heidegger, su dominio de Platón, Aristóteles, Agustín, Kant o Newman, le permitía moverse con soltura tanto en el terreno de la metafísica como en el del pensamiento contemporáneo.

Es particularmente significativa una de sus afirmaciones: «La cuestión de Dios es, en definitiva, la cuestión de la verdad». En esa frase se concentra su enfoque filosófico fundamental: Dios no es un añadido a la vida moral, ni un mito reconfortante, sino la clave última del sentido. Defender la posibilidad de pensar racionalmente a Dios —a ese «Dios de los filósofos»— no es, en su pensamiento, una concesión al relativismo, sino una forma de preservar la dignidad de la razón y su vocación de totalidad. Pese a no pocas incomprensiones, Ratzinger tuvo el coraje intelectual de defender la capacidad del pensamiento humano para elevarse por encima de lo inmediato. Si el Dios cristiano podía ser el Dios de los filósofos, el pensador más brillante de nuestro tiempo fue el filósofo de Dios.

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