La percepción de Joseph Ratzinger como pensador conservador no fue solo alimentada por los medios de comunicación, sino también por algunos de sus adversarios intelectuales más destacados. Entre ellos, Hans Küng y Jürgen Habermas ocupan un lugar central en el diálogo que el gran teólogo de nuestro siglo estableció con los pensadores de su tiempo. El suizo se mostró especialmente crítico con el centralismo romano; Habermas, por su parte, influyó en el pensamiento secular contemporáneo y mantuvo un intercambio notable con Ratzinger. Ambos casos ahora nos ayudan a entender la postura de Benedicto XVI.
Durante los años del Concilio Vaticano II, Hans Küng fue un teólogo joven e influyente, colega y amigo de Joseph Ratzinger. Aquellos primeros años ambos compartieron, en los márgenes de una Iglesia que buscaba responder a los desafío de su tiempo, una misma voluntad de renovación teológica. Ambos, de hecho, colaboraron en la interpretación del Concilio Vaticano II como una apertura al mundo moderno. Sin embargo, esta interpretación compartida se bifurcó rápidamente.
En 1979, Küng fue desautorizado por la Santa Sede para enseñar teología católica debido a sus posiciones sobre la infalibilidad papal. Ratzinger, entonces arzobispo de Múnich, aún no dirigía la Congregación para la Doctrina de la Fe, que estaba en manos del cardenal italiano Alfredo Ottaviani, prefecto hasta unos años más tarde e inmediato antecesor del alemán. Aún así, Ratzinger fue identificado por Küng como parte del giro conservador de Roma. A partir de entonces, el teólogo suizo no dejó de denunciar lo que él consideraba una «restauración preconciliar» liderada por Ratzinger.
En esta misma línea, en sus memorias (Verdad comprometida) Hans Küng expresó una profunda decepción con la evolución teológica de Ratzinger, a quien siempre consideró un teólogo brillante que, sin embargo, se sumó al sector del inmovilismo con su nombramiento como prefecto. A lo largo de las páginas Küng no deja de lamentarse por que Ratzinger, tras haber sido un joven y entusiasta perito del Concilio Vaticano II, terminara apoyando interpretaciones que, a su juicio, contradecían el espíritu reformador del mismo. Esta visión crítica ha encontrado sus ecos en entornos académicos, consolidando la imagen de un Ratzinger irremediablemente conservador.
Una carta que Küng dirigió a los obispos católicos en 2010 resulta ahora reveladoras: «En lo tocante a los grandes desafíos de nuestro tiempo, el pontificado actual se presenta cada vez más como el de las oportunidades desperdiciadas, no como el de las ocasiones aprovechadas. […] Se ha desperdiciado la oportunidad de un entendimiento perdurable con los judíos: el Papa reintroduce la plegaria preconciliar en la que se pide por la iluminación de los judíos y readmite en la Iglesia a obispos cismáticos notoriamente antisemitas».
Pese a todas las críticas, la propia complejidad de la relación entre ambos quedó patente cuando, ya como Papa, Benedicto XVI recibió a Küng en Castel Gandolfo en 2005. El encuentro fue cordial, y ambos hablaron de ciencia, razón y fe. Aquel diálogo mostró que Ratzinger no era un dogmático cerrado al intercambio intelectual. El portavoz de la Santa Sede en aquel momento, el español Joaquín Navarro-Valls, habló de un «clima amistoso». Y añadió entonces en una rueda de prensa: «El Papa aprecia el esfuerzo de profesor Küng de contribuir a un renovado reconocimiento de los esenciales valores morales de la humanidad mediante el diálogo entre religiones y en el encuentro con la razón secular».
De alguna manera similar fue el caso de Jürgen Habermas. El diálogo entre Benedicto XVI y Habermas, acaso el más influyente pensador de la teoría crítica en Alemania, nos ofrece otra dimensión del enfrentamiento intelectual de su tiempo. En el famoso debate que ambos sostuvieron en enero de 2004 en la Academia Católica de Baviera, titulado «Dialéctica de la secularización», se confrontaron dos visiones del papel de la religión en la sociedad contemporánea.
Durante aquella conversación pública Habermas presentó una defensa de la razón secular moderna. Durante su intervención, de hecho, defendió que las democracias pluralistas requieren una separación entre religión y política, y que los contenidos religiosos, si desean entrar en el espacio público, deben traducirse a un lenguaje racionalmente accesible. Ratzinger, por su parte, propuso una «razón ampliada», capaz de dialogar con los saberes religiosos sin reducirlos a moralidad civil. No parece una propuesta irracional o dogmática. Precisamente en uno de sus turnos de palabra afirmó: «La razón necesita de una corrección ética, de un sentido del bien que la religión puede aportar».
Aunque el tono del debate fue respetuoso, a lo largo de sus intervenciones Habermas dejó entrever su desconfianza: si bien elogió la disposición de Ratzinger al diálogo, no ocultó su percepción de que representaba una forma «posmoderna» de conservadurismo: refinado, pero en el fondo escéptico ante el pluralismo moral. Lo interesante de aquel encuentro es que, en lugar de huir del debate, Ratzinger lo buscó activamente. Como señala el teólogo Rocco Buttiglione en un prólogo de una obra de Ratzinger: «Nadie como Ratzinger ha defendido el derecho de la fe a intervenir en el espacio público, pero siempre desde la razón y nunca desde el poder».
Este intercambio con Habermas fue paradigmático para comprender el estilo intelectual de Ratzinger: lejos de refugiarse en trincheras, salió al encuentro de los grandes pensadores de su tiempo para entablar un diálogo sincero, consciente de las diferencias, pero también de la necesidad de un entendimiento común frente al relativismo y el nihilismo cultural. Ratzinger se midió con los mejores adversarios intelectuales de su tiempo. Pero eso no bastó.
Lo cierto es que la imagen de Joseph Ratzinger como un teólogo conservador, reaccionario e inmovilista fue una construcción sostenida por diversos factores: su posición institucional, la hostilidad por parte de la prensa, y el juicio crítico de algunos de sus interlocutores más relevantes, como Hans Küng y Jürgen Habermas. Sin embargo, una lectura atenta de su pensamiento —esto es, de su vida— nos descubre un perfil matizado: Ratzinger fue un colosal intelectual abierto al diálogo, defensor de la razón desde el corazón de la fe, y consciente de los desafíos del mundo moderno.
El mito conservador que todavía hoy rodea a Benedicto XVI se ha sustentado falsariamente en simplificaciones mediáticas y lecturas parciales de algunos críticos. Pero la verdad nos dice lo contrario: basta con prestar atención a la vida de este discreto teólogo, magno por su capacidad intelectual, para reevaluar con justicia la figura de Benedicto XVI desde una clave teológica. Su fidelidad a la tradición fue, paradójicamente, una bellísima e incomprendida forma de progresismo.