Aterrizar estos días en Washington es hacerlo en la capital de todos los países. Se llega como los gladiadores de Ben-Hur o Espartaco a Roma: mirando alrededor, a los edificios, a los monumentos, a la gente. Expectante y recordando vagamente, sin llegar a estar de acuerdo, aquello tan manido de que «en las elecciones de los Estados Unidos todos deberíamos votar».
Mientras cruzaba el Potomac desde Arlington al Distrito de Columbia, un helicóptero presidencial surcaba el cielo río arriba sobre el Key Bridge —no hay ciudad estadounidense que se precie sin un puente en honor a Francis Scott Key, autor del himno nacional—. Esas aeronaves son verdes y grandes como los Super Puma de Pedro Sánchez, y cuando el inquilino de la Casa Blanca viaja en una de ellas vuelan de tres en tres.
El que me sobrevoló volaba sin compañeros, en una imagen muy alegórica de un país que funciona solo, sin presidente a bordo, sin nadie a los mandos. O, mejor dicho, sin que se sepa quién toma las decisiones.
El ambiente en Washington sigue tan hiperpolitizado como siempre, cargado de dogmas intocables, a lo «haga usted como yo y no se meta en política», y el ritmo de la ciudad, tan tranquilo como de costumbre, paz de cementerio, a lo «aquí ocurren muchas cosas, pero las importantes no pasan en la calle». La sensación no anticipa los choques de 2016 y de 2020.
No es que falte polarización. En una ciudad en la que nueve de cada diez habitantes votan al Partido Demócrata, el envilecimiento habitual se vive con tal naturalidad que ya no es necesario el alarde de la posición política, porque sencillamente ya no queda nadie por domar. La tolerancia represiva sólo se utiliza contra quien se atreve a no fingir que acepta y aplaude la última estupidez o perversión de moda.
El washingtoniano medio, al que nada falta y de todo se queja, no parece intensificar su constante virtue signaling, la forma de ser autóctona, mezcla de actitud inmutable de juicio y repetición de palabras biensonantes en busca de aceptación. El DC ya no está empapelado. No hay carteles de Kamala en cada ventana, como aquéllos con la «H» de Hillary, ni camisetas con el lema «VOTE» —¡pero a Biden!— sobre los hombros de nadie.
A tres semanas exactas de las elecciones, se podría pensar que las batallas se libran fuera de esta ciénaga monocromática, en los swing States de los que habla todo el mundo. Cabría intuir que Washington es el ojo del huracán, y tendría sentido si no fuera el lugar más politizado del planeta. Aquí la tensión reprimida está en cada cruce de miradas.
La calma es el reflejo de la poca ilusión que despierta una candidata limitada en lo intelectual y torpe en lo político, y del miedo menguado hacia un rival demasiado conocido como para que el relato oficial siga calando una década después.