Ver un cura por la calle

Las minorías tienen que ser ruidosas para evitar que las aplasten. Se puede hacer ruido alegre. No se trata de convertirse en una víctima

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Leí hace tiempo una lista de placeres de la vida: taparse con la manta en invierno, tirarse a la piscina en verano, ducharse después de hacer deporte, empezar un buen libro… Hay muchos y variados. Se me ocurría el otro día otro pequeño placer: ver un cura o una monja por la calle.

Cuando éramos pequeños (yo tendría cinco o seis años) íbamos caminando por el paseo marítimo de Castro Urdiales mi tía monja, mi hermana Teresa —de un año más que yo— y yo. Un grupo de chavales apoyados en la barandilla miró con curiosidad a mi tía. Uno de ellos empezó a blasfemar a gritos. Mi tía bajó la cabeza y aceleró el paso. Recuerdo mirarla y preguntar si lo decía por ella, y recuerdo su tono de voz diciendo que sí. También recuerdo desear ser mayor para hundir la cabeza en la arena al idiota que gritaba. Todos los curas que conozco tienen historias parecidas. Algunos responden, otros pasan y, alguno que otro se encara con el que insulta. Depende del temperamento, de cómo hayas dormido y del peso y altura del que insulta y del insultado.

Don Mario Iceta contaba que cogía el metro habitualmente en Bilbao y una por semana confesaba a alguien en el metro. Todos los curas vestidos de curas tienen historias de gente que les saluda, les pide oraciones, les pide consejo, les pide confesar… Los policías, los bomberos, los guardias de tráfico o los empleados de supermercado llevan uniforme. Es un modo de decir «aquí estoy para ayudar». Un cura siempre está de servicio.

Se me ocurre otro motivo para que los curas vayan de uniforme. Cada vez hay menos curas, menos monjas y menos católicos. La actitud de no pisar muy fuerte para no ofender a nadie quizás tenía sentido antes. Las mayorías tienen que ser respetuosas, tolerantes y cuidadosas. Pero si eres minoría esa actitud no tiene sentido. Las minorías tienen que ser ruidosas para evitar que las aplasten. A ver, se puede hacer ruido alegre. No se trata de quejarse o de convertirse en una víctima. Pero hay que hacerse notar. En la época de las redes, los escaparates y la transparencia no tiene sentido esconderse.

Otro suceso. Cuando yo tenía catorce o quince años (debía estar en 3º de ESO) rezábamos al principio del día, después del descanso y al final. Cada día rezaba uno de la lista. Lo típico era que un profesor preguntaba: «¿Quién reza hoy?». Un amigo siempre decía mi nombre cuando el profesor preguntaba. Y rezaba yo. Se ve que un día puse cara como de cansancio al oír mi nombre otra vez y el profesor me dijo: «Ya siento que siempre tengas que rezar tú». Supongo que fue inspiración divina, pero conseguí decir: «No se preocupe, si yo rezo encantado». Otro amigo me miró y sonrió. Yo sonreí también: de repente, había pasado a ser invencible. Pues claro que rezo yo, solo faltaba. Entendí en un segundo que si en vez de frenar aceleras y, además, sonríes, puedes hacer lo que quieras.

Luego cada uno tiene su estilo, su carácter y sus días. Pero merece la pena dar la nota. Es arriesgado, es diferente… y es divertido. Decía Agustín de Foxá que no perdonaría al comunismo que le impulsase a hacerse falangista. Nosotros debemos dar gracias a la posmodernidad permitirnos ser transgresores por ir a Misa. El catolicismo canallita no sería posible de ser mayoría. O sea que a disfrutar.

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