Una reconstrucción conservadora de los sentidos

Si el mundo es nuestro aliado pocos motivos debería encontrar un conservador para no morir de risa, sabiendo que con su carcajada exorciza el mundo

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Con vehemencia se vive en nuestra trinchera un debate recurrente: ¿somos conservadores? ¿Acaso reaccionarios? ¿No preferimos, quizás, ser restauradores? ¿Por qué no tradicionalistas? Nombres y apellidos de familias políticas y sociológicas, y si me apuras hasta teológicas, se entremezclan a este lado del pensamiento. Si nos ponemos sinceros, unos y otros no son más que distintos síntomas, digamos, de una triple certeza compartida.

En nuestro tiempo, un paradigma se ha establecido como precepto y casi como ley natural: la idea del homo hominis salvator ya parece irreprochable. Que el hombre es la panacea a todos los problemas lo piensa cada vez más gente, ensimismada en su misma (in)humanidad. Esto nos lleva a otra certeza: el mundo está quebrado, y las sociedades de nuestros días emergen divididas, enfrentadas, irreconciliables. Y una tercera: la clase política no parece estar a la altura de todos los desafíos que se le plantean. Hasta aquí tradicionalistas, reaccionarios y conservadores estamos de acuerdo. 

Ahora bien; más allá de la enmienda a un mundo por remendar, ¿cuál debería ser la nueva propuesta conservadora para este mundo desquiciado? Enrique García-Máiquez nos dio hace poco una respuesta: «Ni Revolución, Dios nos libre; ni Reconquista, por ahora; ni Rebelión, aunque sin cerrar esa posibilidad. La tarea de nuestro tiempo, hablando en serio, si nos dejan, será la Reconstrucción». Olé. La encomienda conservadora, pues, pasa por reconstruirlo todo desde el amor. Esta es una noticia fabulosa porque nos devuelve de alguna forma la mirada a lo concreto: que la reconstrucción nazca en las familias, que son escuela del amor, es de una belleza incomparable. Merece todo nuestro brindis cualquier propuesta conservadora que comience en el hogar.

Dicho esto, quizás sea hora de que nuestra reconstrucción conservadora siga un esquema trino —Omne trinum perfectum est— para recuperar tres sentidos irrenunciables: el sentido común, el sentido sobrenatural, y el sentido del humor.

El sentido común, en primer lugar, supone para el conservador la recuperación de la memoria. La categoría de progreso que barniza la mentalidad de nuestro tiempo supone una enmienda a todo lo anterior; o lo que Higinio Marín llama la «suspensión de todo antecedente condicionante». De alguna forma parecida lo explicó Sir Roger Scruton: nuestros ojos vislumbran una entronización del futuro y una subida a los cadalsos del pasado. Esta suspensión del sentido común es, en el fondo, una pérdida de memoria y la negación de la gratitud con nuestros muertos.

La recuperación del sentido común nos tiene que llevar, a todos los conservadores, a una apuesta empecinada por el sentido de lo común. Es ese sentimiento político y social de fraternidad que nos vincula con nuestros nacionales, y que nace del diálogo con los muertos. Sólo recibiendo con agradecimiento la herencia de nuestros antecedentes condicionantes comunes podremos recuperar la conversación con los vivos. Sólo mirando la tradición compartida se puede construir un presente común.

Una vez que nuestra propuesta esté bien dotada de sentido común y de lo común, será hora de ondear la bandera de la trascendencia, y recuperar así para nuestra causa el sentido sobrenatural. Es la íntima convicción conservadora de que en el otro no hay un adversario al que arrasar sino un hermano al que abrazar. Este abrazo fraternal nos habla verticalmente de una filiación compartida. Las nuevas propuestas conservadoras deben reconocer esta sobrenaturalidad del hombre, que nos habla de un Padre en común.

Pero no es sólo una cuestión de paternidad. La trascendencia del hombre también es interioridad: la reconstrucción desde el amor empieza por dentro. El «irnos construyendo para ir construyendo» es ya en sí, de alguna forma, una propuesta política. Y desde la construcción propia, la reconstrucción del amor a los demás. Si conservador es el abrazo, también nuestro debe ser el amor exigente de la verdad —esto es, la caritas bien entendida frente al sentimentalismo de nuestra época—. Y una última certeza de esta sobrenaturalidad: «Toda verdad, la diga quien la diga, proviene del Espíritu Santo» (de nuevo brindamos con Máiquez).

Este tríptico de sentidos queda rematado por la recuperación del sentido del humor. Un brillante escolio de Nicolás Gómez Dávila nos deja ahora sonrientes: «El error necesita discursos; la verdad nos convence con un guiño». De alguna forma, nuestra reconstrucción conservadora debe pasar por el constante y vehemente parpadeo de verdades, sabiendo que tenemos la suerte de haber nacido en nuestro tiempo. Si el mundo es nuestro aliado pocos motivos debería encontrar un conservador para no morir de risa, sabiendo que con su carcajada exorciza el mundo.

De alguna forma toda esta reconstrucción, tan ilusionante como compleja, queda bañada por el sermón de la montaña: «Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos». De nosotros, los conservadores, son la alegría y el gozo.

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