Era una tarde de mayo, de esas en las que el tiempo marcea un poco. El calor ya hacía estragos en la vida del campo cordobés y los años estaban haciendo estragos igualmente en la vida de la abuela. Noventa y seis años vividos, con todas sus horas y minutos, habían llenado de frutos una vida plenamente entregada.

Su habitación de siempre fue durante unas horas una pequeña iglesia. Los que entrábamos, más o menos creyentes, percibíamos algo de lo sacro de aquel lugar. Grandes y pequeños, hijos, nietos, y algún que otro biznieto, quedábamos conmovidos por la escena que se presentaba ante nuestros ojos. El cuerpo de la abuela era algo así como una hostia consagrada pues, como el pan, ya se entregaba sin resistencia a ser transformada por completo en cuerpo de Cristo. En sus últimas horas, quizás en sus últimos días, la abuela ya no decía palabra alguna. Respiraba con dificultad. No tenía fuerzas para comer, ni para moverse, ni siquiera para pestañear. Solamente tuvo fuerzas para santiguarse una última vez en la mañana de aquel día.

Cinco hijos, quince nietos, veintitrés biznietos. Toda la familia allí, rodeando el cuerpo aniñado de nuestra queridísima abuela. Salíamos y entrábamos, dejándonos hueco unos a otros para acompañar, aunque fuese por unos instantes, sus últimos momentos. Fuera de esa pequeña capilla en la que se había convertido su cuarto, las caras eran tristes pero esperanzadas. Sabíamos que su deseo de llegar al Cielo era tan grande como su confianza en los planes y en los tiempos de Dios. No queríamos que se fuera, pero reconocíamos que ésa era la hora que Dios había escogido para que la dejáramos marchar.

Cuando su respiración empezó a hacerse lenta y calmada supimos que allí arriba comenzaban ya a resonar campanas de fiesta. Nos reunimos todos alrededor de su cama para rezar con ella las últimas oraciones y para pedirle al Dios misericordioso que se la llevara suavemente y la acogiera en su regazo con la ternura de la madre que abraza a su bebé recién nacido. Y así, sin necesidad de tranquilizantes, es como se fue la abuela. Con la paz de quien, conociendo su fragilidad, había sabido ponerla toda en manos de su Padre.

Lo que yo me pregunto ahora es si no debería todo el mundo desear una muerte parecida, una despedida arropada de la familia que se ha construido no sin sufrimiento y sacrificio. Me pregunto si la «muerte digna» que ya ha entrado sutilmente en nuestras leyes puede ofrecer siquiera una migaja del consuelo que ofrece el amor, la oración y la compasión de los seres queridos. Y me pregunto, sobre todo, si los jóvenes sabremos estar a la altura de la entrega de los que nos han precedido. Si seremos egoístas, si nos conformaremos con las excusas que protegen nuestra comodidad o si, por el contrario, sacrificaremos lo que haga falta para que el sufrimiento de la enfermedad o la vejez no acabe imponiéndose sobre la belleza de permitir que nuestros mayores puedan abandonarse humildemente al misterio natural de la muerte.