Hace ya algún tiempo de la última aparición de un servidor por estos lares, por lo que no puedo más que celebrar que nos encontremos de nuevo en esta casa. Precisé por entonces de una ventajosa ayuda desesperada toda vez que me vi envuelto en la poco original ausencia de ideas. ¿Quién no ha padecido nunca de la falta de imaginación? La menté quedó entonces aturdida por una neblina que terminó por dejarlo todo en blanco en el momento exacto en que quería sentarme a escribir alguna tontería. En esas, recurrí a alguien para que me brindase su consejo acerca de algún tema sobre el que construir mi desaguisado articulillo por aquí. Estuvimos hablando un rato y, ciertamente, emergieron algunas ideas que podríamos considerar como magníficas y sobre las que, fuera de toda duda, merecería la pena dedicar algunas líneas. Se habló durante breves instante del olor a comida de la abuela, sobre aprender una receta o de los días nublados. Cuestiones, todas ellas, dignas de ocupar un espacio en La Iberia.

Claro está, cuando uno escribe debe hacerlo sobre algo que merezca la pena, sin confundir esto último con una realidad increíble o suntuosa, en absoluto. Por supuesto, tienen que ser cosas que merezcan un hueco en el que perdurar, porque escribir es una forma de conservar, y cuando uno escribe lo hace porque hay algo que desea que dure y permanezca en el tiempo: ¿Por qué si no? Escribimos cuando existe una verdad que nos hace bien y que, por tanto, queremos mantener con mimo más allá del hoy. Por eso se hilvanan letras o se tejen frases, fruto de una vocación de dejar constancia de lo que se quiere, aunque sea desde la timidez más sincera. Bueno, por eso y porque a algunos se nos da todavía peor hablar que escribir, así que recurrir al papel —o, en este caso, a la pantalla— es una forma de ahorrar un mal trago al resto.

Sobre esto de dejar constancia es, entre otras cosas, de lo quería hablar hoy aquí. A cada uno nos corresponde determinar qué es aquello sobre lo que se debe mantener una vocación de transmisión, qué cosas son las que queremos compartir con el resto y que, generalmente, coinciden con aquello que nos hace felices sin que nuestra voluntad medie en un sentimiento que puede hasta parecernos involuntario. Las realidades que plantan en nosotros la semilla de una sonrisa incontrolable y rebelde están sometidas a la contradicción de la afectación personal —inicialmente es a nosotros a quien ese algo nos hace felices, no al resto— con la necesidad del refrendo que un rostro querido nos puede brindar; y creo que las contradicciones, por cuanto enfrentan convicciones, son una de esas cosas sobre las que merece la pena escribir.

Las cosas que nos hacen felices no culminan hasta que no solventamos el deseo interior de mostrárselas a los demás, nada frente a lo que sonriamos tiene sentido si la sonrisa va destinada a la experiencia o a la realidad que nos provoca el gozo, sino a la persona a la que queremos hacer partícipe de la vivencia. Uno disfruta en un lugar, de un rincón, una acción concreta, una experiencia o una comida, pero su alegría por lo que ve, siente o vive nunca se ve colmada si no es capaz de hacer a las personas a las que quiere partícipes de ellos. La felicidad propia depende siempre de preguntar a ese ramillete de personas cercanas si la emoción ante lo que nos impulsa es también compartida, porque si la respuesta a ese enunciado interrogativo es negativa, la dicha torna en indiferencia.

Sonreír es una forma más de preguntar, y no hay forma mejor de manifestar al otro un deseo de colaborar en la dicha que incitarle a recoger su sonrisa del suelo y repartirla a partes iguales. La atención sobre lo liviano de unos ojos nos permite indagar en la desatención de las cosas que nos agobian durante el resto del día. Ahí está el sentido último de lo que nos hace felices, no en la cantidad inicial ni en su intensidad, tampoco en su esencia o verdad, sino en la posibilidad de que también haga felices a las personas a las que amamos. La felicidad de los rostros que nos importan es lo que nos empuja a dejar algo mejor de nosotros. Nicolás Gómez Dávila lo cuenta mejor y más bonito que un servidor cuando dice aquello de «la dicha del ser que amamos es el único bien terrestre que nos colma».

Cierto es que resulta difícil aceptar que la felicidad nunca depende en su totalidad de nuestra decisión, aunque a veces convenga reírse de uno mismo para restarle importancia a los patinazos. Llevamos años escuchando que uno tiene que ser feliz solo, sin depender de los demás por cuanto la dependencia ajena nos debilita, ¡como si la dependencia propia no lo hiciese en mayor intensidad! Lo que nos da miedo es aceptar la posibilidad de que nuestra felicidad no depende siempre y en toda forma de nosotros, pero nos olvidamos de que tenemos una cantidad ingente de personas hechas a imagen y semejanza de las que podemos echar mano para darle a la dicha un sentido compartido. Nunca reparamos en ello, pero podemos suplir lo que a nuestro control se escapa con un aliño de divina providencia: ¡nuestros semejantes!

Nos precipitamos hacia el abismo del sinsentido cuando a la ecuación de las cosas buenas que nos pasan no le podemos añadir un puñado de las personas a las que queremos. El verdadero sentido del gozo interior nace del propósito personal de multiplicar la alegría en otro con quien se comparte, somos dichosos cuando hacemos participes de la dicha a quienes queremos que sean el fin último de nuestra felicidad. Uno no es feliz en toda forma si no puede dar parte de esa felicidad a los demás, solo terminamos de sonreír y culminamos nuestra alegría cuando compartimos y provocamos la dicha propia con aquellos a los que deseamos ver reír.