Es como en aquellas películas antiguas que abrían el plano enfocando al suelo. Tac tac tac tac. El ruido de fondo mete al espectador en la melodía de la escena, que se va abriendo, clareando, hasta conocer la causa de tanto tac tac. El misterio se va revelando poco a poco. Entonces suelen aparecer —qué recurso— unos zapatos anónimos, que parecen a ojos del inocente espectador un binomio accidental pero que al final de la película terminan por ofrecer la clave del asesino. Pienso en las sombras chinescas del inicio de «Yo confieso». ¡Cuánto sabía Hitchcock del tac tac!
Los pies no parecen mala extremidad para conocer a alguien. Algunos piensan que la puerta de entrada a la carne es la entrepierna, acaso el torso desnudo, pero el ser humano conoce a alguien cuando, tac tac, camina a su lado. Pasó con Cristo en Emaús —su rostro no les bastó, fueron sus manos— y pasa cada vez dos jóvenes se conocen. Uno se enamora de un rostro, acaso de una risa, pero son al fin las postreras extremidades las que marcan el ritmo de la vida, las manos las que sellan un abrazo. El tac tac del caminar se parece tanto al toc toc del corazón. ¡Qué bella sincronía!
Total, que iba yo el cuatro de enero andando por Paiporta, epicentro de aquella gota fría, cuando escuché a la vuelta de la esquina un taconeo inesperado. En Valencia, como en aquellas películas antiguas que abrían el plano enfocando al suelo, todos los vecinos, voluntarios y militares se han acostumbrado a mirar hacia abajo, y hay que hacer un esfuerzo por levantar la vista al sol. Uno puede estar, qué sé yo, seis horas faenando y no detenerse ni un instante a observar el azul del firmamento levantino, accesorio cuando las botas sólo pisan barro y mierda. ¡Qué extraña indiferencia!
A la vuelta de la esquina, pues, no me cuadraba un tac tac entre calles que, aunque limpias y despejadas, siguen reclamando la pisada de unas botas. Seguí el ruido por entre las baldosas de Primero de Mayo, que así se llama el epicentro del epicentro, y me topé entonces con unos tacones rojos diminutos, como de niña flamenca, como si fuese a pasar una cabalgata sevillana por aquellas sucias calles valencianas. Eran unos tacones rojos —un rapidísimo tac tac tac tac— de cuña gruesa, como recogidos por arriba, y de un brillo desconocido. No se habían usado en meses, diría yo.
Es como en aquellas películas antiguas que abrían el plano enfocando al suelo. Por las extremidades comencé a reconocer sobre aquellos tacones a una persona, y fui subiendo la mirada, alzando la vista por el pantalón abrigado como de domingo lluvioso, así hasta una blusa colorida, un bolso bien amarrado al hombro y una sonrisa que todavía recuerdo —qué recurso—. En Paiporta me crucé con una anciana, ahora sé que se llama Rosi, dispuesta a recordarnos a todos con su tac tac que ya han sido suficientes meses de observar el barro. Ahora toca alzar la mirada.