Presumimos de nuestro cielo. En las redes sociales, abundan las fotos de atmósferas límpidas y azulísimas a las que sigue un comentario de este estilo: «El cielo de Madrid», por ejemplo. Es como si, cautivado por una belleza repentina, el fotógrafo de marras no haya podido reparar en que todos tenemos siempre encima de nuestras cabezas una inmensidad que, si no nos hubiéramos acostumbrado a ella, nos sobrecogería a diario. Pero, con todo, bien está que alguien se asombre y que comparta su descubrimiento. Como lo bueno, lo bello es difusivo.
Aunque quizá nos esté pudiendo la pulsión fotográfica, la manía de inmortalizar cada momento… sin vivirlo. Apenas nos detenemos a contemplar, que es ese tranquilo demorarse en lo que tenemos delante. A veces el carrete de fotos sustituye a la mirada. Me pasó ayer nada más empezar el día.
Me había despertado con el alba. Con los ojos aún entreabiertos, vi los colores imprecisos del cielo. Decidí salir de casa, para así tener mayor campo de visión y ganar perspectiva. Quería —¡pobre imbécil engreído!— un vis a vis con el horizonte.
Al punto la mirada se pasmó ante los colores. El lector ya sabe de qué estoy hablando. No voy a presumir de mi cielo. Era una mezcla de naranjas y rosas, de nubes en retirada —como de resaca, como si la noche anterior hubiera sido intensa— y tímidos rayos del sol primero. Por inercia, me dije: «Rápido, voy a hacer una foto».
Pero algo me detuvo. No fue una voz, sino un impulso interior que venía a decirme algo así: «No, quédate aquí quieto, mira con calma, detente, este momento es único». Hice caso. Guardé el móvil, que ya había desenfundado como si fuera la escena final de un western. Ahogué la tentación de poner nombre a los colores. Apagué el afán por comprender. En mi pensamiento sólo consentí, como excepción, ver en aquello la «aurora de rosáceos dedos» (porque quien ha leído con gusto a Homero una sola vez ya ve algunas cosas con la hondura extraña de sus ojos ciegos). Más que nada, traté de disfrutar sin prisa el cielo.
Mi mujer me sorprendió, como un pasmarote, en ese trance sereno. Y, sin reparar en los ecos evangélicos, me preguntó: «¿Qué haces ahí mirando al cielo?». No supe bien qué decir. «El cielo, los colores». Y me callé. En rigor, no hacían falta muchas explicaciones. Las actividades inútiles, que son las más libres, se explican por sí mismas. Hay cosas que no se hacen para nada, sino que se hacen porque sí, que es una razón potentísima y que anima —¡casi nada!— el quehacer de los artistas. Y, por otro lado, qué placer sencillo el de vérselas con las cosas mismas (un amanecer, dos tomates, una fuente), tratar cara a cara con lo concreto y atender a lo presente. «El que se alimenta sólo de ideas generales desfallece», escribió Gómez Dávila. Y también perecerá quien ose trocar el cielo por una foto celestial.