El jueves voy a Ayala en metro. Voy distraído porque mi amigo Jorgito, lector habitual, me informa a través de WhatsApp de que ha roto con su novia. Salgo del vagón cavilando. Hay escaleras normales para subir y mecánicas para bajar. Comienzo el ascenso y miro hacia arriba. Veo a dos jóvenes en la parte alta de las escaleras mecánicas, uno al lado del otro. Creo que me estoy haciendo mayor y empiezan a asomar las manías. Quizás por eso lo de ponerse uno al lado del otro en las escaleras mecánicas me parece de mala educación. Me fijo en los jóvenes: una chica y un chico. No me da mucho tiempo, porque al instante el chico se mueve para ponerse delante de la chica y dejar el paso libre. Viene un señor con prisa y quiere pasar.
No pude regodearme en el gesto elegante porque el señor con prisa acapara mi atención. En torno a sesenta años, calvo, gafas, delgado, abrigo negro de paño y maletín. Va con prisa. Con mucha prisa. Tanta prisa que entra casi corriendo a las escaleras mecánicas y no apoya bien el pie. No se cae, sino que apoya el otro pie, aunque no consigue estabilizarse, así que da otro paso. Son cuatro o cinco pasos, todos mal, cada vez menos vertical y más horizontal. Cada vez más embalado.
A mí ya se me ha olvidado Jorgito, la falta de caballeros en el metro de Madrid y cualquier preocupación viendo al señor precipitarse hacia abajo. A todo esto, el señor ya está a mí altura. Así que doy un paso hacia las escaleras mecánicas, estiro el brazo y le agarro del abrigo. Lo siguiente es que el señor se queda colgando de mi brazo. La alegría dura un segundo, porque las escaleras mecánicas siguen bajando y yo con ellas. Pierdo pie y me quedo colgando con la cintura apoyada en el pasamanos y el señor bien agarrado con los dos brazos. Así bajamos los dos unos cuantos metros más. Hasta que alguien detiene las escaleras mecánicas. Me afianzo en el suelo y ayudo al señor a recuperar la compostura.
El señor me mira, sonríe y me dice: «Oye, todo un héroe». Yo no digo nada. No me sale. Debe ser la adrenalina. Le doy un apretón de manos y me voy de allí. Siento que la gente nos está mirando. También percibo que se me va hinchando el pecho. ¿Spiderman, Batman, Dimas? ¿Seré un superhéroe y no lo sabía? Por el camino a Ayala mando un audio contando la historia. Luego me encuentro con Paula, que también va a la adoración, y se lo cuento también.
Llegamos a Ayala. Intento rezar, pero no paro de repasar el suceso. De repente se me ocurre que es una buena imagen de mi vida. Yo soy igualito al señor mayor: tropiezo todo el rato y me tambaleo a punto de estamparme, pero Dios me agarra y evita que me desnuque. Encima, la mayoría de las veces, ni me entero. Porque Él no va pregonándolo. Eso no quita que, en el bar, cuente la historia otras cuatro veces de grupito en grupito. Algunos se escapan sin escucharla. Pero no pasa nada, para eso escribo en este espacio.