El Papa está enfermo y nos llegan
noticias de la prensa y fumatas,
engrisecidas noches entre batas
que con su andar incólume alegan
los rezos de un Padre necesitado
que pide a sus hijos que hagan lío
con tal de recobrar su buen trapío
y, con él, la urbe, el orbe y el Estado.
Aún hay quien se alegra en la desgracia,
quien mira la orfandad con media risa
pensando que al fin habrá democracia:
ignoran que el Señor no tiene prisa,
y, experto en vaticana diplomacia,
les dará la Justicia que Él precisa.
***
Se fueron a buscarlo al fin del mundo
y pronto comprendimos ese acento:
aquel hablar deprisa y hacer lento,
ese silencio que hoy brota fecundo.
Jugó al despiste, sí, por qué negarlo,
por qué negarlo si era evidente:
lo suyo y lo mío —qué invidente—
qué cruz primera nos supuso amarlo.
Mi pena de hijo impide, asaltadora,
olvidar su rostro amable un segundo
o darle una plegaria auxiliadora.
Qué empeño, de los pobres furibundo,
que no he sabido ver. Tan sólo ahora,
sé que yo era su amado vagabundo.
***
Es pena, dilo así, claro que es pena
la telegráfica agonía de un Padre.
No hay técnica que valga en este encuadre:
te lo imaginas, ay, menuda escena.
Pero tal turbación se va, fracasa,
y al fin sereno queda nuestro gesto
cuando Francisco repetía, honesto:
«Qué suerte tener al abuelo en casa».
Y yo imagino alegre a Benedicto
mirando desde el cielo, ahora algo inquieto,
redactando con Pedro el veredicto:
«Por causa familiar, menudo aprieto,
y en el amor de abuelo soy estricto:
hay guardado un sitio para mi nieto».