España es un país único cualquier mes del año, pero en verano todo lo que nos hace especiales se concentra en apenas dos meses por todos los puntos del país. Corridas de toros, encierros, verbenas, fuegos, charangas, casetas, romerías, ferias, semanas grandes, hogueras… Lo festivo del Mediterráneo eterno, con su culto al fuego, a los juegos y al vino se junta con la grave sacralidad del país de Santiago Apóstol.

De año en año desde tiempos inmemoriales se repiten estas fiestas y parecen que la vida no pasa. El que tiene cuarenta sale como en sus veinte, a pesar acordarse de que ya no los tiene a la mañana siguiente. El de ochenta se ve rodeado de sus nietos de diez y se acuerda de cuando sus hijos tenían la misma edad. Los amigos, aun nuevos, son ya conocidos porque lo son de segunda o tercera generación. Repitiéndose ese «¿Y tú de quién eres?» que parece que no caduca.

De todos estos pequeños cambios que pueden pasar desapercibidos hay unos testigos constantes en cada pueblo de España: las viejas. Éste no es un término peyorativo ni mucho menos, simplemente lo uso para referirme a todas aquellas señoras que son más que mayores y menos que antiguas. Testigos de un tiempo pasado, pero recordable por las anécdotas de otros.

Salen a tomar el fresco a la calle en sus sillas de plástico usadas para ponerse al día, jugar a las cartas, coser y Dios sabe qué. Incluso en los pueblos, en los que se vive a un ritmo más plácido que en la ciudad, son estas señoras las encargadas de avisar de que la vida pasa. Te dicen lo mucho que te pareces a tal o cual, poniéndole apellidos a esos ecos de personalidad que nos llegan desde dentro, pero a los que nunca les hemos atribuido un nombre. Nos ponen al día de las buenas nuevas: si fulanito ha tenido un hijo; si la de la calle de abajo, esa que cosía tan bien, ha enviudado; o de quien queda por llegar antes de la verbena. Algo así como las parcas, juegan a emparejar y separar. Leen el destino en guiños inocentes, en el vuelo de los pájaros o en los peinados de las niñas. Ven embarazos antes que una ecografía y los parecidos mucho mejor que los mismos padres.

Albergan dentro de sí las tradiciones, recetas y costumbres que la modernidad ha desdeñado, posiblemente siendo las últimas testigos de ellas. Para ser vieja no hace falta ni ser viuda ni estar casada ni no haberlo estado nunca. Simplemente llega una mañana en la que se es. Son un grupo mixto, una suerte de personas a las que un camino más claro que su voluntad ha unido como a otras tantas en infinitos lugares antes que a ellas. Por la ley natural y su jurisdicción perpetua, estos grupos se van reduciendo hasta que una última anciana rodeada de sombras cede el testigo a la generación siguiente.

Como se podrá apreciar, en ningún momento le he puesto un nombre propio a estas señoras. Esto es así porque viejas seremos todos. Viejas han sido las niñas que un día se escondieron en las faldas de su madre para no saludar a otra, viejas son las muchachas de los guateques que ahora se quejan del ruido que hacen los jóvenes y viejos seremos cuando veamos los mismos rasgos de nuestra juventud en las facciones de otros.

Es por ello que lo mejor es no decir de esta agua no beberé, y en esta silla no me sentaré.