Aquel que sabe estar en el momento preciso. Cuando hay que aplicar la fuerza o cuando es momento de ser magnánimo. Aquel que sabe distinguir entre enseñar y corregir. Creo que es la definición sobre la paternidad más bonita y profunda que he escuchado hasta ahora. La delicadeza también es una virtud sustancial en todo buen padre. Hay un momento que todo hijo experimenta tarde o temprano: cuando nos percatamos de que nuestro padre, por ser de barro, deja de ser una estrella que nos guía. Nos damos cuenta de que también se equivoca, que no es perfecto, y la visión idealizada que tenemos se cae. Seguramente sea de los mayores temores que un padre pueda guardar en su corazón: fallar a su prole. Los hijos podemos tener la tentación, ¡y cuántas veces habremos caído en ella!, de mostrar frialdad e indiferencia. Procuramos ser originales rebelándonos, queriéndonos desasirnos de él. Sin embargo, nuestros errores y el paso del tiempo nos recuerdan que también tropezamos. Por las equivocaciones, comprendemos mejor a nuestro padre e, inesperadamente, comenzamos a aprender mucho más de, y sobre, él. Quien es padre adquiere una honda sabiduría vital, que no es sinónimo de perfección porque un padre se equivoca, más de lo que ellos querrían, pero menos de lo que realmente creen.
Uno siempre da ejemplo, cuando quiere y cuando no. A todas horas y en todo lugar en el que se desenvuelva: en el hogar de familia, en el trabajo, rezando, haciendo deporte, con sus amigos, en la alegría y en la tristeza, en la prosperidad y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Eso es un padre: ejemplo. Nos enseñan infinidad de cosas y tardamos toda nuestra existencia en este mundo para ir descubriendo cada enseñanza sonora y callada que nos regalan, porque un padre sabe perfectamente que, todo lo que tiene y lo que ha recibido, ha de legarlo a sus pequeños. Su cometido es dejar paso a los que le siguen. No hay mayor dosis de realismo y de humildad que la paternidad. Podríamos compararla con la luz; esta se compone de partículas y de hondas, mientras que la paternidad es, a la vez, misión y don. Romper con ella debería ser uno de los mayores pecados que un hombre pueda cometer en este valle de lágrimas.
Es imposible elaborar una lista de todo lo que nos enseñan porque no habría tiempo ni espacio suficiente para poder hacerlo. No obstante, hay una de ellas que en nuestros días pasa inadvertida. En una sociedad tiranizada por la técnica, cegada por el afán de un progreso desmedido y que sólo se entrega completamente al trabajo, hemos olvidado que nuestra primera relación con el trabajo es por medio de nuestro padre. Tengo la convicción de que una característica de aquellos que tienen éxito en su trabajo son, probablemente, buenos padres.
La mayoría de las veces, el trabajo es el medio que disponemos para relacionarnos con el mundo y que estamos hechos para trabajar. A trabajar aprendemos observando a nuestro padre, cuando nos llama a que lo ayudemos y nos ensuciamos a su lado. Se forjan así recuerdos y personalidades fuertes en los hijos que serán fundamentales en su futuro. Por su testimonio aprendemos que la vida se rige de orden, concretado en un horario, que las cosas no hay que hacerlas por y para nosotros, sino por y para los demás. Su trabajo nos enseña que los imprevistos están al corriente y que no hay que preocuparse, sino ocuparse de lo que esté en nuestra mano y, si no lo estuviera, encomendarlo al Padre.
Nos enseñan que el único trabajo que merece la pena es aquel que está bien hecho y que, inexorablemente, exige esfuerzo; pero no hay que temerlo, sino acogerlo. Ante sus fracasos comprendemos que la vida sigue, que el mundo no se acaba y que, por lo tanto, debemos continuar. Su testimonio enseña que es necesario tener un propósito y si éste es más grande que nosotros mismos, mejor. Y, ante las alegrías, compartirlas y celebrarlas rodeado. Que el éxito no es laboral meramente, sino que hay uno mayor que sobrepasa y trasciende la propia existencia de cada uno, por el cual merece la pena dar la vida: la paz y felicidad de la familia.