Este 22 de septiembre la Iglesia celebra la fiesta de Santa María Reina y yo siempre me acuerdo de una de mis obras favoritas del Museo del Prado: La Coronación de la Virgen, de Diego Velázquez. Por su fondo y su forma, este cuadro me entusiasma y mucho podemos aprender de toda la teología que esconden sus pinceladas.
En primer lugar, más allá de ser una preciosísima imagen de la coronación de la Virgen como Reina, si afinamos un poco la mirada descubrimos en esta pintura de Velázquez la fotografía de un instante de Eternidad. Veamos por qué. En la maestría del pintor sevillano, las tres personas de la Santísima Trinidad quedan reflejadas al mismo nivel. En lo alto, de izquierda a derecha, el Hijo, el Espíritu y el Padre, en perfecta unidad, coronan a la Virgen María.
Algunos detalles nos ayudan a profundizar en esta idea. La dimensión trinitaria de la pintura se refleja también en cada una de las figuras. El Hijo, a la izquierda de la escena, sostiene en su mano una lanza, que hace referencia al sacrificio por amor. De forma paralela, la figura del padre sostiene una discreta bola de cristal: en su mano se concentra el poder sobre todo lo creado. La presencia del Espíritu Santo no se queda atrás: representado con forma de paloma, en esta obra de Velázquez emprende el vuelo y, con su luz, atraviesa la corona de rosas de la Virgen.
Entre nubes resplandecientes y querubines, gracias al ambiente de divinidad que logra el pintor, las cuatro personas forman una figura ahora reconocible: un corazón. La composición de esta Coronación de la Virgen, en forma de corazón, nos hace intuir el misterio profundo que se esconde en ellos. El Hijo que es Amado, el Espíritu que es Amor, y el Padre que es Amante.
Tal y como son, en su plenitud, las tres figuras de la Trinidad se muestran en perfecta comunión junto a la Virgen, Hija del Padre, Madre del Hijo, y Esposa del Espíritu. Con unos pocos detalles Velázquez logra en esta pintura recordarnos la perfecta comunión de Amor que existe en la Eternidad. ¿Acaso no capta con maestría esta instantánea del cielo?
Por eso el Amor del que todo brota, el Espíritu, brilla en el centro de la escena. Su luz ilumina todo en un común resplandor: es aliento de Vida y es amor creador. Toda la escena queda de alguna forma bañada por esa luz, que atraviesa la corona de rosas y se posa sobre la Virgen María, protagonista de la pintura y del día que hoy celebramos.
Y dentro de ese corazón trinitario, encontramos otro corazón: el de María. Todo en ella es reflejo del amor. Mientras que con la mano derecha se toca el corazón (símbolo de su amor infinito por nosotros), su mirada serena se dirige hacia abajo, hacia la humanidad. Su rostro joven y delicado te está mirando a ti. ¡Me mira a mí!
Todo en ella, de nuevo, es amor. Su ropaje azulado —del majestuoso lapislázuli— y su manto blanco reflejan la pureza y la humildad de María, que vivió libre de pecado, que nunca perdió su identidad, que experimentó con gozo una vida inmersa en la comunión de Amor con la Trinidad. ¿Y nosotros? ¿Seremos capaces de tanto?
Velázquez nos da la respuesta: al situar a la Virgen María por debajo de la Santísima Trinidad, pero asunta al cielo y coronada, el pintor refleja el papel de Nuestra Madre como gran intercesora entre la humanidad y el Amor de Dios. Dejando atrás el mundo terrenal, María se convierte en nuestro camino para llegar al cielo.
Los dos corazones del cuadro son, por tanto, una invitación conmovedora y bellísima para que sumes tú el tercer corazón. Esta colmadora Comunión de Amor entre Dios Trinidad y la Virgen María desean que nos sumemos al Amor que tanto anhelamos. Ellos nos esperan. Sólo falta que escuchemos nuestro corazón. Y hagamos de nuestra vida una obra de arte.