Hubo un tiempo en el que el nombre de Roma provocaba pánico. Sus estandartes traían destrucción, sometimiento y uno de los mayores ejercicios civilizatorios realizados por el hombre. Para un cristiano es el kilómetro 0 de su fe por razones históricas y teológicas, un empujón hacia el entendimiento de los principios fundamentales de su conciencia y un estímulo para la comprensión de lo trascendente. El europeo no creyente puede y debe de sentirlo como un reencuentro. Se trata de un reencuentro con los valores que moldearon el continente que ha extendido su presencia por todo el mundo, puesto que la contemplación de los restos de aquellos hombres que actuaron con la eternidad como juez puede restituir en nosotros ese sentimiento de comunión con las virtudes imperecederas que han hecho alcanzar a la raza humana sus momentos más estelares.

En estos tiempos postmodernos nuestros se ha involucionado de una manera tal que se exalta lo grotesco, feo y caduco en contraposición a cualquier atisbo de rectitud, belleza o trascendencia. En las calles de Roma uno ve precisamente lo contrario. Roma es civilización por los cuatro costados. Roma no es civilización por lo que fue, tampoco lo es por sus restos, ni por ser la sede de la Iglesia Católica. Lo es por ser una ciudad viva, una ciudad en la que han sido partícipes de ella todas las generaciones que han pasado por la Tierra desde que Rómulo y Remo se asentaron en el Tíber.

De César a Napoleón, de San Pedro a Benedicto XVI, de Trajano a Velázquez; Roma es un proyecto común a Occidente, que se ha empeñado en dejar la impronta de lo Bello en el mundo por la vía de lo clásico para unir a paganos y cristianos a lo largo de los siglos en un punto neurálgico de la Historia que ha sido el trampolín a lo trascendente.

Siguiendo esta línea, y si me permiten la expresión, el Perú se jodió cuando nos olvidamos de que somos legatarios de una narrativa y un mensaje salvador superior a nosotros. Si uno entra en San Pedro puede sentir la inmensidad de los que vinieron antes, para acto seguido sufrir el peso de la indiferencia del tiempo frente a todos los que pasamos y pasaremos por esas mismas puertas. Un paseo por sus calles es una gran cura de humildad frente al adanismo primermundista que asola las mentes de los alfareros de ideas de barro que construyen en un mundo de ruinas de mármol con insensible hormigón.

Dios tuvo que darnos Roma para no olvidar que podemos ser más que polvo, para recordarnos que incluso una ciudad bárbara construida sobre el cainismo pudo redimirse y ser la sede de mundana de su Reino Inmortal.