José Miguel Gambra, catedrático emérito de Lógica en la Universidad Complutense de Madrid, escribió en 2019 La sociedad tradicional y sus enemigos para, sencillamente, ofrecer la propuesta tradicional ante el desmadre social de nuestro tiempo. Desmentida por el propio autor la intuición que tendrá el lector de que es una respuesta crítica a La sociedad abierta y sus enemigos de Popper, a Gambra le impulsa «la inestabilidad que se ha adueñado de la sociedad en los tiempos modernos (…) patente en las incontables guerras civiles, en las revoluciones, golpes de estado, sediciones y conflictos entre partidos que configuran la vida política de todos los países occidentales desde hace más de dos siglos y que han remodelado la vida social en todos sus aspectos».
A partir de esta premisa, el filósofo, con precisión de cirujano y vocación docente, explica meticulosamente su visión de lo que debería ser la sociedad tradicional en oposición a las otras dos alternativas posibles de nuestro presente: el liberalismo, más o menos templado, y el totalitarismo. De lo más interesante son sus referentes: Aristóteles y Santo Tomás de Aquino. Apoyado también en multitud de autores anteriores y posteriores —la bibliografía recomendada seducirá a quienes deseen profundizar—, alerta contra quienes desean configurar la sociedad desde sus cabezas racionalistas sin atender la naturaleza humana en toda su complejidad. Experimentos que suelen desembocar, como la historia demuestra, en miles de víctimas inocentes.
Bien común
Probablemente el concepto en el que hace más hincapié es el de «bien común». Se atreve a definirlo en pocas palabras como «el bien máximo de cada miembro de la sociedad». Un bien máximo entendido a la clásica, no a la moderna. A pesar de que es difícil de comprender llevado a su práctica, Gambra se apoya en imágenes que ilustran bien su significado. Así, compara el bien común de una sociedad al bien común de la pequeña sociedad doméstica, la familia, en la que la vivencia de la virtud en cada uno de sus miembros es clave: «Se entenderá fácilmente si comparamos los hogares bien ordenados, donde cada uno, desde su lugar, contribuye afectuosamente a un ambiente de armonía y felicidad, con esas familias donde los progenitores sólo buscan una especie de retaguardia, un descanso del guerrero, para lograr el éxito en su vida profesional o social; y los hijos, ‘reyes de la casa’, la usan para dormir comer y gastar la hacienda doméstica en diversiones, convirtiéndola en un campo de batalla que, como alguno ha dicho, parece la antesala del infierno. Hay, pues, que admitir que el bien común doméstico producido por la actividad de los miembros de la familia tiene una unidad superior al bien de cada uno de ellos, sin absorber por ello ese bien particular, ni diluirse al ser repartido. (…) El bien común de la ciudad contiene, pues, muchas cosas, de manera análoga al bien común doméstico».
Más adelante recuerda, citando al Aquinate, los tres elementos necesarios para cultivar este bien común: la unidad de amistad entre los miembros de la comunidad; la unidad de sus esfuerzos y «la suficiencia y plenitud de bienes humanos, corporales y espirituales que se siguen de las dos primeras cosas». Para ilustrar este bien superior que es la preocupación por la prosperidad de la comunidad política, Gambra recuerda un aforismo de un autor clásico que anima a la reflexión en nuestra sociedad individualista: «Es preferible ser pobre en una Roma rica que rico en una Roma pobre».
El don de la libertad
El autor no es tímido y titula sin remilgos uno de sus capítulos como El liberalismo: la raíz del mal. Gambra denuncia aquí lo que él considera el núcleo de nuestro modelo social actual: una comprensión errónea del maravilloso don de la libertad, encumbrándola como un fin en sí mismo, no como un medio para algo mayor (el bien). Y es que el autor, católico convencido, no se olvida del pecado original y de que el hombre tiene las tendencias aviesas propias de un ser imperfecto. En esta parte, densa pero apasionante, se muestran las cartas sobre la mesa. Esta larga cita puede resumir el concepto de libertad según el prisma clásico y moderno: «(…) el hombre dotado de libre albedrío persigue la realización de fines universales, naturales o sobrenaturales, y sospecha de las pasiones que, con harta frecuencia, so obstáculos para alcanzar esos fines. En cambio, el hombre que se tiene por libre a la manera actual busca la satisfacción de las sus tendencias individuales, y sospecha de cualquier intromisión de normas universales ajenas a sí mismo que puedan constituir una traba al desenvolvimiento de su propio yo, o de su personalidad».
Para quienes más recelen de la visión tradicionalista, Gambra realiza en no pocas ocasiones un ejercicio de humildad intelectual y reconoce las obsesiones y excesos de algunos compañeros de filas: «Tradicionalista, en sentido propio, pero amplio, hoy no es el que quiere revivir el pasado, sino el que, una vez quebrada la tradición, quiere recuperar los principios que la inspiraban y la experiencia acumulada a su calor, para darles renovada vitalidad a tenor de las circunstancias presentes». También discrepa de quienes optan por la llamada opción benedictina: los que tratan de aislarse en «guetos tradicionalistas» para defenderse de la actual sociedad hostil a la tradición y la religión. Por eso, Gambra, además de exponer las bases sobre las que se construye la sociedad tradicional, defenderá en sus últimas páginas al carlismo como el movimiento político que mejor ha comprendido y defendido esta cosmovisión y al régimen mixto plasmado en la monarquía tradicional española como la mejor forma de gobierno.
La sociedad tradicional y sus enemigos es un ensayo ameno y bien escrito. Es una introducción al pensamiento tradicional completo y bien nutrido de explicaciones bien fundamentadas y citas de autores de renombre. En menos de 250 páginas, Gambra realiza un gran ejercicio de compilación. Más allá de que uno esté de acuerdo o no con su exposición —a mí, por ejemplo, estando de acuerdo con él en algunas de sus diagnóstico sy conclusiones, no me convence demasiado su apuesta por el carlismo en el siglo XXI como la única vía posible al desbarajuste de nuestro tiempo—, no dejará indiferente a nadie.