El asombro llama a la puerta de nuestra alma todas las mañanas, agarrando a sus dos hijas, una en cada mano: la primera se llama Realidad. Es fresca y sorprendente, siempre llama la atención. Es inquieta. Alegre a ratos. Dramática. Siempre está dispuesta a jugar y nunca se cansa de pedir que lo hagas con ella. Sus ojos aparecen misteriosos, como exigiendo ser contemplados y a la larga —aunque sea a la muy larga— comprendidos. La segunda hija tiene por nombre Propósito. Su timidez le hace esconderse detrás de la extravagante presencia de su hermana. Se podría decir que el escondite es su pasatiempo favorito. Y es tan cabezota, que puede pasar horas, días, años, sin salir de su escondrijo hasta que alguien se decida a encontrarla. No hay espectáculo más bello que ver juntas a Realidad y Propósito.

El corazón de cada hombre se siente invitado a jugar con estas dos graciosas niñas. Quien ha conseguido zafarse de un vivir anestesiado —tarea que hoy no es nada fácil, por cierto— tendrá que aprender a danzar en su vida con tan ilustres invitadas. Y como ocurre en todo juego, y todo baile, tendrá que adoptar su propio rol. Es aquí donde Juan Manuel de Prada, según contaba en una entrevista hace pocos días, nos preguntaría: y tú, ¿quién eres? ¿el optimista desesperado o el pesimista esperanzado?

A mi modo de ver, el optimista desesperado es aquel que quiere vivir, pero no acierta a encontrar su propósito. Es el vicio del hombre que no se toma en serio su propio corazón, pero no puede evitar que este siga latiendo. El optimismo desesperado es un motor provisional, algo así como una reacción inmune frente a la extrañeza del sinsentido. Al optimista desesperado no le gusta el juego de la niña Propósito. Prefiere buscar respuestas inmediatas a las excentricidades de Realidad —¡ay, quién nos librara del vicio de la inmediatez!—, entonces se agarra a un optimismo superficial. Razonable, sí. Pero estéril. Porque al corazón no se le engaña.

Frente al optimista desesperado se sitúa el pesimista esperanzado. Juan Manuel de Prada dice ser uno de ellos. Yo coincido con él. Aunque lo de pesimista lo digo con la boca pequeña, no vaya a ser que se confabulen todos los demonios de la tristeza y vengan a por mí. El pesimista esperanzado sabe que jugar al juego de la vida merece toda pena y toda alegría. Reconoce que no siempre es fácil aprenderlo, que cuando uno cree dominarlo surgen nuevas reglas que te dejan confundido y desarmado. Pero no ceja en su empeño de seguir buscando. Se atreve a dejar que los misterios que la realidad presenta y el propósito esconde queden suspendidos en el aire y se sitúa ante ellos con una actitud interrogante y reverente. Y retoma el juego cada día, sin cesar, hasta que la respuesta se hace carne presente en su existir para, entonces, seguir jugando.

Por último, Enrique García-Máiquez se atreve a proponer una tercera actitud: la del optimista esperanzado. Aunque, según lo veo yo, esta actitud sólo es posible en los que se atreven a hacerse niños. Es la actitud del veterano en el juego, de quien recibe todas las mañanas a la niña Realidad y la invita a una buena taza de leche. De quién ha jugado tantas veces al escondite con Propósito que no se preocupa de que tarde un poco en aparecer porque sabe que es la mejor en eso de ocultarse. El optimismo esperanzado es la actitud de aquel que ha aprendido a ser antes pesimista y no se ha rebelado contra ello. Es la actitud de aquel que ha comprendido que, en su vida, y hasta su muerte, el juego consiste en volver siempre a recomenzar.