Uno de mis amigos libaneses me hablaba cada semana de Zagharta. Es su pueblo natal y en el Líbano las raíces parecen lo más admirable del árbol. Todavía entienden de botánica y patriotismo. Me repetía que es precioso, que sus calles me enamorarán, que querría volver siempre. Durante mi vida libanesa, casi al final, acepté su perenne invitación y ahora reconozco que la exageración de sus palabras no es tal: verdaderamente este país esconde joyas recónditas. Ubicado al norte, este pequeño pueblo se ha levantado sobre una paleta de casas bajas, todas ellas construidas en piedra blanca. Los techos son coloridos y las flores de cada patio cubren el aroma de Zagharta, que verdaderamente resulta enamoradizo. Este pueblito podría parece Chueca si Chueca fuera bonito, y no ese nido hortera e impracticable de la capital.

En la plaza mayor de Zagharta encontramos en nuestra visita, pasado el mediodía, un minúsculo templo maronita consagrado a la Virgen de Zagharta. Nada es casual. Esta iglesia baja está construida de la misma piedra clara que baña la vista de todo el pueblo, acaso de toda la región, hasta las elevadas calles de Aitou. La iglesia es antigua y nuestro amigo se remontaba siglos de historia, como tratando de justificar la belleza con su antigüedad. Ambas nos convencen. En el estrecho pasillo de esta parroquia me costó encontrar el sagrario, que sin embargo ahora me cautiva: se trata de una disimulada piedra gris entre todas las claras. Es embaucadora esta metáfora por la que Cristo aguarda en una piedra —¡una más!— tan parecida a las demás y sin embargo tan identificable. Esta piedra gris es la que desecharon los arquitectos. En Zagharta y Aitou todo es piedra clara salvo la que recubre el santísimo tabernáculo, que en este templo mariano ejerce de piedra angular.

El tipo tiene contactos, acaso primos, y recuerdo que tras la iglesia logramos colarnos en el colegio de Zagharta, que es como todo en este pueblo: pequeño y blanquecino. Pienso que esta institución de la Iglesia a mí me habría traído más de un quebradero de cabeza: sus claustros son demasiado esmerados como para dirigir la mirada a un libro. Las ventanas sirven de lupa ante las montañas del norte libanés, que de ser un adolescente distraído me supondrían varios suspensos. Es sobrecogedor el pequeño colegio ante la mole de la Creación. Por paradójico que parezca, la Gobernación del Monte Líbano no tiene gobierno estable. ¡Quién podría domar semejante belleza!

Aquel día almorzamos algo rápido, alguno de esos deliciosos manakish de zaatar y queso que solíamos devorar, y subimos al lago de Bnachi, pasando algunas pequeñas localidades de carretera como Arjes. Es la carretera que une Trípoli con Baalbek y de nuevo recorremos kilómetros que cualquier embajador nos prohibiría. El lago me pareció horroroso y me reconcilió con el ser humano: incluso entre montañas, allí donde el Creador se hace más evidente, el hombre es capaz de construir semejante fealdad. Han estancado agua artificialmente y en el país de los manantiales algún burócrata libanés ha logrado recrear el tortuguero de Atocha. El olor es parecido.

Pero preciosa fue la última parte de nuestra visita. Las calles de Aitou me recordaron a uno de estos pueblos del Alto Pirineo, tan estrechas y empedradas. Alzar la vista es también en este caso un ejercicio de nostalgia, porque el cielo a veces luce igual en el Líbano que en Aragón. Aitou me convenció por su belleza esperada: todo en la región son casas blancas, iglesias de piedra clara y estatuas de San Charbel que vienen a evidenciar que, aun sin gobierno estable, todavía queda una ley natural, acaso la ley de Dios. Repicaban las campanas en la blanca iglesia de Aitou.

Guardo de aquellos meses estas notas, que ayer se hicieron sangrantes en las noticias. Uno de los últimos bombardeos de las FDI ha caído en Aitou, dejando más de 20 muertos. Hasta ocho cristianos maronitas, separados en cientos de kilómetros de la frontera israelí, fueron asesinados dentro su iglesia de piedras claras y techos bajos. Yo he estado en ese templo que ya no es más que escombros, piedra sobre piedra y no me puedo imaginar el dolor que brota de la inocencia de las víctimas y la brutalidad de los verdugos. Hace tiempo que Israel confundió su enemigo y ahora suma a su sanguinario testamento un nuevo hito: ocho maronitas entre escombros blancos.