Recuerdo que en el colegio leímos «Nosotros, los Rivero», una novela de Dolores Medio escrita en 1952. De aquella historia me quedan una impresión y una escena. La impresión es buena, menos cenicienta que la de «Nada», de Laforet, otra novela social de entonces. La escena, tal vez rehecha por mi memoria, es la de Lena Rivero, la protagonista, meciéndose en las cadenas del viejo edificio de la Universidad de Oviedo. Con ese vaivén, Lena regresa al tiempo perdido de su infancia, y la historia adquiere así un tono de nostalgia y elegía.

Ayer regresé a Vetusta y pasé por delante de aquellas cadenas, que siguen donde siempre, en la calle de San Francisco. Al verlas pienso en Lena Rivero, y, aunque no me subo a ellas, esas cadenas abren la espita de mi memoria, y así, cuando me adentro en el casco viejo de la ciudad, noto que ya soy otro: tengo el alma más despierta, avivo el sentido literario (si es que eso existe y no es otra cosa que la lentitud de la mirada) y, ya sin armadura, me predispongo al asombro.

Quise pasar por la plaza de Riego, para ver qué había sido de una famosa librería de antaño que, según mis últimas noticias (desactualizadas, como se verá seguidamente), languidecía y estaba dando sus últimas bocanadas. Me equivoqué de medio a medio. En el local de la vieja librería había una librería nueva y radiante. Entré con paso cauteloso e inaugural; por dentro me sentí solemne y ridículo (porque pocas veces la solemnidad está justificada). Estanterías repletas y coloridas, abundantes de saber aún sin estrenar, de relatos anhelantes de una imaginación despierta, de infinitud de palabras sin decir. Aquello era una fiesta. Los nuevos propietarios (¡benditos sean!) habían remozado los espacios y reordenado las categorías. Celebré el cambio, aunque ya nada estuviera en el sitio de antes. Ahora, por ejemplo, la poesía había descendido de la entreplanta a la planta baja: poemas a ras de suelo, endecasílabos a pie de calle. Lo consideré una señal, y seguí brujuleando por las baldas: narrativa, ensayo, filosofía y todos sus etcéteras. Un paraíso borgiano.

Me embargó un entusiasmo extraño y empecé a pegar la hebra con el librero. Le di la enhorabuena por todo aquello. Sin palabras, nos conjuramos en favor de las palabras. Creo que nos entendimos en silencio, porque hay un torrente oculto de alegría que discurre por el corazón de los que aman los buenos libros.

No quería irme de vacío y compré «En lugar seguro», la novela de Stegner. Abrí el libro al tuntún. Página 13. El narrador menciona la casa de Battell Pond en la que transcurre la novela, y la define como «el lugar donde, durante los mejores tiempos de nuestras vidas, se cobijó la amistad y la felicidad estableció su cuartel general». Entendí que eso son también las librerías, que se convierten cada día más en el cuartel general desde el que combatir la barbarie. Y venceremos.