Afrontamos agosto con una gran noticia: la proclamación de san John Henry Newman (Londres, 1801- Birmingham, 1890) como Doctor de la Iglesia. De esta forma, el cardenal británico entra en una dignidad que sólo ostentan treinta y siete santos de la Iglesia Católica. El sacerdote, teólogo, académico, filósofo y poeta es una figura necesaria en los tiempos que corren. Su amplia bibliografía abarca infinidad de temas, aunque lo que caracterizó su vida fue su compromiso con la Verdad y con su conciencia. Su obra Carta al duque de Norfolk no es sólo una defensa de la moral y la eclesiología católica (además de una defensa de los católicos británicos de su época), sino que, si se profundiza en ella, se trata de un itinerario para cualquier fidelis laicus, incluso del siglo XXI, por su defensa enconada de la conciencia. Su defensa la materializa en una polémica que afligía la sociedad británica victoriana: el problema de la doble lealtad. Los fieles de la iglesia de Inglaterra sostenían que sus compatriotas católicos jamás serían buenos ciudadanos por su fidelidad al Papa.
El cardenal la considera la «suprema autoridad» y la define para evitar equívocos: «La conciencia no es una especie de egoísmo previsor ni un deseo de ser coherente con uno mismo; es un Mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige mediante sus representantes. La conciencia es el más genuino Vicario de Cristo». En ella se produce el encuentro primero entre Creador y creado, donde uno ha de responder a los actos que se le van presentando. Sin embargo, esta no es un ente abstracto y etéreo, encerrado en el subconsciente de cada uno; tampoco se trata de un lugar oscuro y lúgubre, donde uno se aísla del mundo o lo utiliza como justificante de sus deseos y tropelías. La conciencia no es el «espíritu crítico» que nos lleva a dudar de todo, afirmando que no hay verdad —¡oh, paradoja!—, sino que en ella se refugia la esperanza de la Verdad, a la que hay que acudir ante angustias y dubitaciones. Se puede acallar durante cierto tiempo, pero su voz es segura y robusta. El miedo silencio que observamos a nuestro alrededor no es sino la consecuencia al miedo a nuestra conciencia. El temor a enfrentarnos a nuestras decisiones, que pudieron ser equivocadas o que nos comprometen más de la cuenta, peligrando fama, amistades o la propia honra. En la época en la que se predica constantemente la superación de los límites y que, ¡por fin!, hemos alcanzado la plenitud, nuestra conciencia nos recuerda paternalmente que son precisamente los límites lo que nos humaniza. El mundo nos exige escapar de ellos, la conciencia nos aconseja conocerlos y aceptarlos.
Por tanto, en la época tiranizada por el relativismo que nos subyuga mediante un nihilismo asfixiante, la conciencia se alza como un baluarte inexpugnable y su papel se cobra protagonismo ante el crecimiento de las fechorías. Aunque la conciencia sea personal, su vocación es exterior. Nos invita constantemente a bajar al barro, a estar presentes en nuestra realidad, y a comprometernos en dar soluciones, despreciando la tibieza. Por ello y porque la conciencia se puede malear, la formación de esta es fundamental, ¡ahora más que nunca!, para enfrentarnos a los dilemas actuales y hacer frente a cualquier ínfula totalitaria. Su educación es la mejor inversión que cualquier padre y profesor puede ofrecer porque será el faro que guiará el resto de su vida y, además, no ha de ser ahogada por las prisas ni los utilitarismos. La integridad y la honestidad de quien se ha propuesto educar las conciencias es la mejor garantía de éxito político, social y económico.
Las acciones de la conciencia no son estériles, todo lo contrario: la fidelidad a ella puede doblegar incluso a tiranos. Sirva de ejemplo las cuantiosas vidas arrebatadas en el este europeo por negarse a inclinar su cerviz ante el martillo y la hoz, reconociendo que no existe ningún gobierno temporal por encima de la conciencia. Su testimonio vital nos enseña que la lealtad a la conciencia es un camino seguro para procurar la justicia, representa un garante de la paz interior y exterior que ningún poder político pueda obtener y su primado asegura la libertad personal. Newman nos mostró la conciencia como un maestro al que acudir y escuchar, y no como un juez severo del que huir.