Morante, ¿quién vigila al vigilante?

El domingo en las Ventas se optó por la sublimación de la única verdad que conocemos y de la que, sin embargo, huimos temerosos: la muerte

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«Hoy me he hecho morantista», me dijo ayer, emocionado y conmovido, un buen amigo que ha llevado siempre a gala su animadversión hacia el diestro de La Puebla, tras la última experiencia en el coso venteño. Ya ven, una conversión por exposición, imagino. Me resultó curioso, desde luego, por cuanto un rato antes otro compañero de tendido, reconocido partidario y seguidor del estilo del maestro, se marchó decepcionado con su actuación pese a haber abierto la puerta grande de La Monumental de Las Ventas por primera vez en su laureada trayectoria como matador de toros. Supongo que un poco así fue el hito que vivimos el domingo los taurinos en la capital del toreo, un espectáculo en toda forma desconcertante y único, que abrió una ventana a un mundo que ya no existe pero que sí se resiste.

Que la tauromaquia son pedacitos de instantes que trascienden lo mundano ya lo sabemos, pero en ocasiones conviene darse un homenaje y experimentar la magnitud y el anacronismo de la comunión bendecida entre el hombre y la naturaleza. Así las cosas, el domingo pasado, una multitud formada en su mayoría por jóvenes, llevó a hombros por Madrid a su héroe vestido de luces. Un torero y su séquito tomando la callé Alcalá en el año 2025, peregrinando hasta el hotel Wellington, ignorando el tráfico crónico que padece la capital y renunciando por unos minutos a los aderezos que simplifican nuestro mundo, maquillajes con los que queremos hacer la vida más fácil a costa de arrimar nuestra existencia a lo mendaz. Frente a lo irreal, el domingo se optó por la sublimación de la única verdad que conocemos y de la que, sin embargo, huimos temerosos: la muerte.

José Antonio Morante de la Puebla hizo historia y abrió, al fin, la puerta grande de la que es la primera plaza del mundo, pese a que en ocasiones olvida esta, con sus propios actos, tan honorable y merecida distinción. Como ahora está de moda aquello de decir «yo estuve allí cuando…», me sumo a la proclama y les digo, en esta casa, que yo estuve la tarde en que Morante tocó el cielo de Madrid, y para más inri, lo presencié, sin duda, en el tendido que más emociones —por dispares— acumuló: el Siete de Las Ventas.

Decía Chesterton que el que se atreve a apelar directamente al pueblo se construye una larga lista de enemigos, empezando por el propio pueblo, y lo cierto es que algo así ha acontecido con el Siete en Madrid, que lleva años apelando al sentido común de sus compañeros venteños, con la noble, aunque no siempre acertada voluntad —¿quién acierta siempre?—, de defender una ortodoxia que primero, para ser defendida, ha de ser comprendida. Y la enemistad vino entonces sola.

Por circunstancias de la vida, uno —que es de reciente afición taurina— posee, con el orgullo del que poco tiene, un trocito de piedra en el tendido siete. Desde aquel tendido con larga lista de enemigos, empezando por el resto del coso madrileño, vivimos la faena del maestro Morante, que fue una divinización del mundo de los sentidos y, por cuanto la tauromaquia es un sentir, la exageración, las emociones, la indiferencia, el miedo y la belleza aparecieron en forma simultánea, a veces, incluso, en el mismo metro de piedra. Así se sintió en toda la plaza. Fue tal la que formó el diestro que parceló y dividió, en más de una fracción, a ese temido y criticado Siete, que ni fue ni supo ser ante lo que se vivió sobre el albero.

Realmente, esto último —lo que se vivió sobre el albero—, fue lo de menos, y por cuanto quien escribe posee un bisoño conocimiento en la materia, no tendría sentido alguno profundizar en el análisis taurino de lo acontecido. Una tarde de toros sosos y apagados, de viveza casi inexistente y efímera, quizás fue Fernando Adrián el que se llevó un mejor lote inutilizado. El caso es que Morante cortó una oreja de la que destacan contados naturales de gusto sinigual y de fondo a la altura de su figura, obteniendo el segundo trofeo tras una estocada inaceptable en una plaza que decidió, por una vez, admitir el sacrilegio de su dios, que no es el torero sino el Toro. «Tanto me ha quitado el acero, que hoy me tomo la licencia», pensó el maestro.

Para Santo Tomás, el hombre debía de ser estudiado en su entera humanidad; un hombre no es hombre sin su cuerpo, como tampoco es hombre sin su alma, y quizás, por las circunstancias, la faena de Morante no fue estudiada ni entendida en su totalidad, prevaleciendo la mitad propia del alma —en la que el de la Puebla es, sin duda, inigualable— sobre una física a la que no se prestó la debida atención. Por supuesto, corresponde determinar a cada cual si la faceta dominante compensó las carencias del cuerpo, esto es, ese catálogo de cosas que en el tendido siete se han revisado y exigido, con acierto, para con el resto de los integrantes de la fiesta, especialmente, aunque no con exclusividad, a los matadores.

Nadie, ni si quiera el Rosco, puede discutir la sensibilidad de un torero como José Antonio, que acaricia los trastos como nadie, que entrega su cuerpo cada tarde a la tradición para hacer participes de la tauromaquia actual a leyendas del toreo que ya no comparten este mundo con nosotros, y eso, por descontado, es un regalo. Lo cierto es que aquello, que no es poco, pareció bastar para entregar la puerta grande a una de las máximas figuras de la tauromaquia del siglo XXI.

Uno trata siempre de mantener silencio en el tendido, avergonzado de su supina ignorancia en lo que a conocimientos taurinos se refiere, eso sí, con la voluntad de aprender y la confianza de paliar un desconocimiento que nunca se verá superado ni tras varias vidas como abonado, así son las cosas en los toros. Sin embargo, el acontecimiento del pasado domingo obliga aquí a romper nuestro voto de silencio toda vez que lo sucedido destapó, aún más, algunas realidades de la plaza de Madrid. Morante desvalijó la criticada exigencia del Siete, dinamitó esa catedral de cimientos perfectamente sólidos —quizás fueran algo movedizos— sobre la que se asienta la que presume de ser la afición más docta del mundo, y tras el distro se abrió la puerta de la plaza al paganismo y la divinización que, en no pocas ocasiones, tanto se ha criticado. ¿La respuesta? Inexplicable, como Morante.

La fiesta necesita del tendido siete, y aquí algún amigo se llevará las manos a la cabeza. Las Ventas necesita del tendido siete, claro, pero no de este tendido siete, incongruente, inestable y faltón, que cada vez se divide más en facciones movidas por el hooliganismo y la exaltación, amparadas en la crítica incongruente de todo aquello que no se adapta a una liturgia que ni tan siquiera se comprende, y una liturgia sin discernimiento previo se transforma, irremediablemente, en la renuncia de la responsabilidad personal que como aficionados todos tenemos. La fiesta necesita un tendido siete capaz de abandonar sus deseos y ambiciones para dar cumplimiento a la misión que ha asumido, que no es otra que la de mantener la integridad y altura de la plaza de Madrid, a la que no dudo que amen, y eso pasa por ser honestos en los juicios personales que hacemos dentro del ámbito de las emociones, ¡qué compleja tarea, desde luego!

Ni un tendido que caiga en la traición a una honestidad que se pretende abanderar, ni un tendido desnortado por los apellidos de quien torea. Pero tampoco un tendido entregado, fruto de la inexperiencia, a la intransigencia soez amparada bajo el gran nombre de Antoñete, que convierte la plaza en un sainete de la pesadez y de crítica permanente e infundada. Y el domingo, Morante dio buena muestra de ello. El maestro cortó una oreja a un toro inválido de cuarto trasero, un toro que algunos jamás pensamos que llegase a torear pues, habiendo visto algunas tardes ya del diestro, advertimos que la muleta iba de la mano del estoque antes de iniciar la faena. Cayó el animal y el tendido no supo cómo reaccionar, optando mayoritariamente por el silencio o por la petición del segundo trofeo de la tarde.

Nadie va a pegar un natural como José Antonio, nadie va a acariciar las embestidas con tanta pausa y compás como el de La Puebla. Es más, seguramente y como decía alguno por el tendido, «no vais a ver torear así en vuestra vida». Sin embargo, lo que sí hemos visto y seguiremos viendo es como pedís(mos) —y bien hecho está— a cualquier matador que cite a los toros correctamente, exigís(mos) —y bien hecho está— que los toreros se coloquen bien en busca de la verdad, demandáis(mos) – y bien hecho está – que se crucen más frente al animal, se llamen como se llamen y venga de donde venga el traje de luces.

Morante derrochó sensibilidad y embriagó a la plaza entera, también a un tendido siete que decidió, por un día, prestar su aquiescencia para consentir la consecución de una tarde histórica que ha permitido a la tauromaquia copar las portadas de la prensa nacional y revivir, con su torero, glorias pasadas. Ahora toca el examen de cada uno, y hemos de cumplir con la responsabilidad que todos, como aficionados, tenemos: responder a lo que exigimos y escoger lo que pedimos, sabiendo que las emociones, como los toros, no se pueden siempre controlar y salen, en ocasiones, por donde uno menos se lo espera.

Por lo demás, tarde histórica en Madrid. ¡Qué suerte tuvo, caray, quien se emocionase con el diestro!, ¡y qué grandeza la de Morante!, que con su faena ha destapado, más que nunca, la división de un tendido que, si bien perdido, será siempre reivindicado por quien escribe como necesario. En definitiva, ¡qué envidia! Hay futuro, seguro. Vivan los toros.

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