Hay un lujo que casi nunca sale en las revistas de viajes ni en los catálogos de experiencias: quedarse quieto y mirar los gorriones. No es productivo, no es fotogénico y no se puede presumir de ello en una reunión. Es, para algunos, perder el tiempo; para otros, encontrarlo.
Con los años, uno descubre que ha cambiado la manera de contar los días. De niño, el tiempo se medía por recreos, veranos y meriendas. Después, por horas de trabajo, citas y recados. Y cuando queremos darnos cuenta, estamos llenando cada hueco como si la vida fuera un tetris sin final. El ruido diario nos convence de que estar ocupado es un mérito. Vamos tachando tareas como si en la última página del cuaderno nos estuviera esperando un premio. Mientras tanto, los gorriones siguen picoteando migas en las plazas, ajenos a nuestra obsesión por no dejar un segundo sin domesticar.
En Christopher Robin (2018), Ewan McGregor interpreta a un Christopher ya adulto, encerrado en una oficina, con traje, maletín y la mirada gastada de quien ha olvidado jugar. El mundo de los Cien Acres, con Pooh, Piglet, Igor, Tiger y compañía, quedó enterrado bajo papeles y obligaciones. Hasta que el propio Pooh se planta en Londres para recordarle que no todo se resuelve trabajando más. Hay una escena en la que, paseando, canturrea Busy Doing Nothing, una canción deliciosa sobre ocupar el día haciendo nada. Esa nada que no es vacío, sino descanso; que no es pereza, sino pausa; que no es improductividad, sino alimento invisible. Christopher ha crecido, como todos nosotros, y vive atrapado en la trampa más aceptada de todas: confundir estar vivo con estar atareado. Y entonces llega Pooh, con su andar torpe y su lógica simple, para recordarle que no se trata de llenar, sino de habitar.
La película es, en realidad, una parábola suave sobre lo que dejamos atrás sin darnos cuenta. Christopher no había renunciado a Pooh; sencillamente había dejado de mirar en su dirección. Como nosotros dejamos de mirar los gorriones: no por desprecio, sino por costumbre. Por una costumbre de vivir con prisa, y esa prisa, al final, es una forma de ceguera.
Quizá por eso, cuando Jesús dice: «Mirad las aves del cielo, que no siembran ni siegan, y vuestro Padre celestial las alimenta», nos invita a confiar en la Providencia y a aprender de ese futuro que no depende de nuestras planificaciones. A ser como gorriones que no viven pendientes del calendario ni de la hoja de ruta, sino que se bastan con el momento que tienen delante. Y al mirarlo, comprender que quizá la verdadera seguridad no esté en controlar el mañana, sino en abandonarlo, con paz, en las manos de Dios.
Mirar los gorriones —o las nubes, o el humo de una taza de café— es una manera de volver a nosotros mismos sin cita previa en un mundo en el que todo son citas previas. Mirar los gorriones no es un lujo inútil, sino una resistencia pequeña contra la idea de que el tiempo solo vale si se exprime. Es, incluso, aprender a soportar nuestra propia compañía.
Porque al final, quizá la vida consista más en contar gorriones que en contar horas. En entender que el tiempo, como los pájaros, no se caza; se observa. Y que, si te quedas quieto el tiempo suficiente, puede que un gorrión se acerque a ti. No para que lo atrapes, sino para que lo veas y te des cuenta, aunque sea por un segundo, de que no hace falta hacer nada para que algo valga la pena.