Durante la última década hemos asistido a un notable cambio en la industria cinematográfica, tanto a nivel de Hollywood como en las series ofrecidas en abierto y en plataformas de streaming. Sin embargo, desde el Lejano Oriente continúan llegando películas que plantean unas hermosas historias que dibujan valores bellos —y, por lo tanto, verdaderos—. Un buen ejemplo es Mirai, mi hermana pequeña (Mamoru Hosoda, 2018).
La trama de la película aguarda una simpleza asimilable a la paz que nos aporta la cotidianeidad. El punto de partida de la historia sitúa a Kun, un niño de cuatro años, ante la llegada de un nuevo miembro de la familia a casa: su hermana pequeña Mirai (nombre que significa «futuro» en japonés). Ello desencadena en él algo muy típico y reconocible en el primer hijo cuando llega un hermanito y se siente desplazado del foco de atención: rabietas y pataletas, travesuras y cierta hostilidad hacia el recién llegado.
En todo ese proceso, Kun hace un sorprendente descubrimiento en el jardín de su casa. Junto a el árbol, se presenta ante el niño su hermana Mirai, ya adolescente, que ha venido desde el futuro para pedirle a Kun que le ayude a quitar su muñeca hinaningyō. Dicha muñeca está relacionada con una tradición cultural con gran arraigo en Japón, pues consiste en unos rituales familiares para desear salud, felicidad, buena suerte y que puedan casarse pronto a las niñas de la casa. Pero, pasado el 3 de marzo, día de celebración de Hinamatsuri, las muñecas deben quitarse deprisa, pues si se tarda demasiado la niña tardará en casarse o, en el peor de los casos, ¡quedarse soltera!
A partir de ahí, el metraje se abre al espectador como a quien recorre un álbum familiar: Kun conoce a su madre cuando era niña y puede ver su faceta traviesa; a su abuelo cuando era joven, veterano de la Segunda Guerra Mundial, y la historia de cómo se enamora de su abuela; incluso tiene un breve encuentro con su «yo» del futuro, antes de despedirse definitivamente de la versión adolescente de su hermana Mirai. ¿A quien no le habría gustado viajar al pasado para poder encontrarse con sus abuelos o padres en su juventud?
Sin desvelar demasiado de la película, el trasfondo que Mamoru Hosoda plasma son las frustraciones y emociones de una familia joven y de los retos a los que se enfrentan cuando tienen hijos. Su crianza y educación y la ardua tarea de compaginarla y conciliarla con el trabajo y el esfuerzo que supone llevar un hogar día a día. También a volver, de nuevo, a mirar esa cotidianidad bajo el prisma de la infancia y el proceso de aprendizaje que los niños tienen, en los que van comprobando lecciones de vida suaves y el peso que implica tener hermanos pequeños.
De hecho, algunos momentos son tan reales que no podemos evitar sentirnos identificados con ellos. Primero, el recuerdo que nos dibuja una sonrisa al recordar alguna de nuestras pataletas infantiles. Y, para quienes somos padres, los momentos en los que la casa y nuestros hijos nos desbordan. Todo cobra sentido cuando nos remitimos a las palabras de su director, que dijo que su objetivo era «retratar las luces y las sombras de la crianza infantil. Cuando uno abraza a su hijo o se enfada con él, lo importante es hacerlo con honestidad. Así es como se construye la confianza. Como padres, siempre estamos algo perdidos, pero nunca hay que fiarse de los ‘manuales’ de la paternidad. A quien hay que escuchar es a nuestros hijos».
Para Mamoru Hosoda, la familia es uno de sus temas centrales, tal y como trata en otros de sus filmes como Summer Wars (2009), Los niños lobo (2012) o El niño y la bestia (2015). Y, dejando a un lado la temática fantástica de ellas, lo hace desde una perspectiva bastante realista, pues dentro de las familias hay muchas veces grietas, enfados y diferencias, pero el amor, los vínculos y la confianza acaban siendo el pegamento que las mantiene unidas.
Incluso Hosoda deja su idea de lo que es la identidad de una familia, con una sutil metáfora presentada a través de los trenes y las vías, que es la materialización y herencia de las vidas pasadas, lo que nos dejaron nuestros abuelos, y el potencial de las futuras, interconectadas por esa línea familiar.
Mirai, mi hermana pequeña es entonces un homenaje a la familia en el que priman los vínculos y la tradición, no solo la familiar, sino también la que va inserta en la cultura donde se desarrolla. Es una película alegre y bondadosa, una que cuando la ves con tus hijos cuando son niños acabas recordándola con cierta nostalgia en su adultez. Es, en definitiva, una que ayuda y permite mirar al futuro con facilidad y esperanza.