Todos los domingos salgo con Gonzalo a pasear. A veces se nos une gente; depende del día, pero casi siempre vamos solos. No paseamos sin rumbo; recorremos las pequeñas colonias de casas que tiene Madrid. Nuestra costumbre comenzó hace alrededor de un año de manera espontánea. Carlitos, un buen amigo que vive en Berlín, vino a visitarnos y propuse a ambos dar un paseo, sólo para charlar. Carlitos, Gonzalo y yo conversamos mucho. Cuando nos vemos no hacemos algo en concreto; el plan consiste sobre todo en hablar.

Ese primer paseo nos llevó a una colonia de chalés que hay relativamente cerca de mi casa. Entonces comenzamos a imaginar cómo sería nuestra vida en alguno de ellos. Una vida apacible con un pequeño jardín en el que poder comer los domingos al sol. Una vida en la que nuestros vecinos —las casas están muy pegadas unas a otras— no nos fuesen extraños. Aquella colonia era un remanso de paz en medio del bullicio de la urbe. Y, sin embargo, nada quedaba lejos de allí. Entendimos que no hacía falta perderse en un bosque, que había gente que disfrutaba de una vida similar a la que nosotros queríamos a escasos kilómetros de nuestras casas.

Desde entonces, Gonzalo y yo nos propusimos buscar otras colonias y recorrerlas a pie. A la que habíamos ido a parar ese día era excesivamente cara y lujosa, pero si esa existía, desde luego que tenían que existir otras más acordes a nuestras preferencias. Un par de domingos después llamé a Gonzalo entusiasmado: «He encontrado una por casualidad. Hoy te la enseño. Te va a encantar». Él, claro, también se entusiasmó: «A las siete estoy en tu casa, Dan».

Como había predicho, le encantó. Desde ese día visitamos la colonia todos los domingos. Está algo apartada, pero no demasiado. En ella hay callejuelas en las que los coches no pueden penetrar y las casas están muy pegadas unas a otras. Son, además, casas menos ostentosas que las de la primera colonia a la que fuimos y cuentan con jardines que, si bien son pequeños, son lo suficientemente grandes como para tener una mesa en la que comer los domingos al sol. Los vecinos se saludan unos a otros con gesto amable; se nota que por cercanía y no por compromiso. De hecho, el otro día uno de ellos perdió su bulldog francés y todos salieron a buscarlo; nosotros, naturalmente, ayudamos en la búsqueda. Gonzalo y yo describimos la vida en la colonia —que ya denominamos «nuestra colonia»— como una vida chestertoniana en medio de Madrid. O, al menos, como la vida más chestertoniana que puede vivirse en medio de Madrid. Quizá exageramos, pero estamos dispuestos a defender nuestra teoría ante cualquiera que la ponga en duda.

Ayer, por fin, se la enseñé a Niki. Creo que ya estaba harta de que le hablara tanto de mi colonia; puedo llegar a ser muy intenso cuando algo me entusiasma. Nada más entrar, empezó a llover. A jarrear, más bien, lo que hizo el paseo mucho más agradable. Recorrimos varias calles empapándonos, notando los charcos de agua que se formaban en nuestros zapatos. Yo, ajeno al clima, le contaba lo que imaginaba sobre las vidas de los habitantes de cada casa y le señalaba mis favoritas. «Mira el jardincito que tiene esta. Es precioso. Y, encima, ahí tiene un techo: perfecto para sentarse a escribir en días como hoy». También, como si fuese un agente inmobiliario, trataba de presentarle las ventajas de una vida como aquella: «¡Mira! Ese tiene una moto en la puerta porque no se puede entrar con el coche. Yo haría lo mismo con la Lambretta. ¿No te parece genial que en estas callecitas no pasen coches?». Niki sonreía y participaba de mis fantasías, las alentaba; creo que le ilusionó verme tan contento. Así estuvimos media hora; mientras tanto, los rayos iluminaban el cielo de Madrid, más grisáceo que nunca.

Decidimos irnos por precaución: la tormenta era cada vez más intensa y empezaba a oscurecer. Antes de salir de la colonia, Niki se paró delante de una casa de color rojo. «¡Era aquí, Dani! ¡Sabía que esto me sonaba de algo! ¡Yo trabajaba aquí hace varios años, cuando cuidaba a niños pequeños!», exclamó entusiasmada. «¡Qué coincidencia! ¡Recuerdo que adoraba este sitio! El autobús me dejaba allí abajo y yo tenía que hacer el resto del camino andando. Cuando llovía y llegaba empapada, la madre de la niña, que era un encanto, me preparaba té y galletas para que entrase en calor. Me encantaba trabajar aquí». Mientras me contaba la historia le brillaban los ojos y su pelo chorreaba agua: estaba más guapa que nunca. Se había olvidado de la tormenta. Estaba allí, de pie, delante de la casa roja, viéndose a sí misma hace varios años, cuando todavía no me conocía, cuando quedaba mucho tiempo para que me conociera. Observándola experimenté esa pasión que supuestamente es imposible sentir después de algún tiempo, esa pasión que supuestamente sólo existe los primeros meses de una relación. Me alegré de no ser parte de aquel episodio, de que me recordase que hubo Niki antes de conocerme y de que me hablara de ella; de sus emociones, de su rutina, de sus paseos. Me esforcé por imaginarla subiendo aquella cuesta, desde la parada del autobús, bajo la lluvia y después degustando el té; y luego volviendo a casa, deshaciendo el camino, ya con el sol brillando en el cielo o con la noche cerniéndose sobre Madrid.

Cuando terminó su historia ambos volvimos al presente y comenzamos a andar hacia el coche, que estaba aparcado a un par de calles de distancia. La tormenta no amainaba y tuvimos que esquivar los inmensos charcos que se habían formado en la calle. Entonces me invadió la tristeza. Supe que no quería irme, que quería quedarme a vivir allí; en esa colonia, en esa tormenta, en ese momento. Con esos ojos brillantes y esa larga melena rubia chorreando agua.