Ciencia ficción satírica a la italiana de la buena con Marcello Mastrioanni y Ursula Andress de protagonistas: una distopía original y surrealista (¿Control de natalidad? Mejor control de mortalidad) con una estética futurista sesentera de lo más cool. Y transcurre en Roma. La décima víctima (1965) tiene grandes líneas de guion que, aunque a priori descabelladas y paródicas, terminan por convertirse en mantras del Estado mediando la mera voluntad de los interesados en participar en este extraño juego en el que recibes un premio por acabar con la vida de otros participantes.

Prueba de ello es esa voz institucional de los altavoces del Ministerio de la Gran Caza, la entidad que vela por la observancia de las normas. En los primeros minutos del metraje, el director y también guionista, Elio Petri, presenta las reglas de esta bizarra competición que tiene tintes de Battle Royale (2000), Los juegos del hambre (2012) y El juego del calamar (2021): «Para qué vale el control de la natalidad si puede haber un control de la mortalidad. Viva peligrosamente, pero dentro de la ley. Si usted es un suicida, la Gran Caza le tiene reservado un sitio especial».

Un detalle que me llamó la atención durante la historia es que cuando el personaje de Andress y su equipo sobrevuelan la Basílica de San Pedro en Roma, principal escenario de la acción, uno de ellos dice que la Iglesia católica es la única en todo el mundo que se ha opuesto al Ministerio de la Gran Caza, la cual se entiende por el contexto de la película que es una institución global asumida por todos los países del mundo, con la excepción de la Ciudad del Vaticano.

La maestría y originalidad de este film radica en su premisa inicial: si quieres dar rienda suelta a tus impulsos animales y matar sin piedad tiene que ser dentro de la ley. De hecho, cuando el personaje de Mastrioanni acude a recoger sus ganancias por su última víctima al comienzo de la película pasa por una sala donde un ponente habla de las bondades de este alocado sistema: desde que se implantó, las guerras se han reducido drásticamente, ya no hay tantos homicidios (si te equivocas de víctima eres condenado a 30 años de prisión) y algunos pueden planteárselo como una profesión o «búsqueda del tesoro», pues al llegar a la codiciada décima víctima se recibe un botín de 1 millón de dólares de la época (después de inflación son unos 10 millones de dólares de hoy en día: ¿hoy en día habría gente dispuesto a ello? Mejor no respondo a la pregunta).

Tal es así, que la película transmite la sensación de que se viven en sociedades más pacíficas donde la coexistencia entre vecinos, culturas y naciones ha alcanzado cuotas nunca vistas: la muerte violenta ejecutada por terceros ha sido derrotada por el Estado de derecho y sólo podrán ejercerla o sufrirla quienes deseen hacerlo siempre y cuando cumplan con un contrato.

Otro elemento llamativo de este guion es la condición de famosos de los cazadores (el apelativo de los participantes de esta suerte de Grand Prix de asesinos): han sustituido a las estrellas de cine como personalidades de la haute société a las que admiran los mujeres y hombres comunes. Son la nueva élite de este mundo: aplaudidos allá donde van y firmando autógrafos. Auténticos héroes que se convierten en el orgullo nacional de un país entero como se ve en un momento.

En definitiva, una película redonda que mezcla el género de la ciencia ficción con la comedia satírica. La química entre los guapos Marcello Mastrioanni y Ursula Andress lleva también el peso de este largometraje que pasará a la historia del cine como una muestra más del desenfreno audiovisual, técnico e imaginativo de los años 60.