Las convenciones de cada cultura establecen, con la mayor precisión, un tácito protocolo de acogida. A quien llega de fuera se le hace destinatario de educadas disposiciones con las que se busca contrarrestar su desconfianza. Si viajamos, si en ocasiones nos decidimos a abandonar los indolentes hábitos de la inmovilidad que nos vinculan a un cierto paisaje con una determinación de reconocimiento y arraigo, no es sólo porque anhelemos satisfacer el ansia de conocer otros lugares o visitar a un viejo amigo al que hace tiempo que no vemos, sino también porque nos conforta la tranquilizadora certidumbre de que a dondequiera que nos dirijamos recibiremos una acogida hospitalaria.

Los rituales de la bienvenida desencadenan, a veces de modo casi imperceptible, un inquisitivo tanteo. En su transcurso, cada anfitrión escoge el grado de compromiso que considera adecuado, mide las distancias, inicia un cauteloso acercamiento o, por el contrario, retrocede ligeramente ante la irrupción del recién llegado, con una cortés prevención en la que es posible detectar casi siempre un leve matiz de alerta. Todavía me sorprende la confiada generosidad de ciertas personas para las que dejamos de ser extraños en unos pocos minutos, hombres y mujeres a los que bastan un breve apretón de manos, una mirada detenida por un segundo en un detalle aparentemente menor, el fugaz amago de una sonrisa, para abrirnos las puertas de su vida como si hubiésemos hecho uso de alguna consigna secreta que nos permitiera franquear su entrada, y nos encontramos de repente frente a ellos igual que si llevásemos años allí, instalados en un ambiente de casa caldeada, de confortable y tibia hospitalidad, hermanados por una clase de afinidad que creíamos restringida a las amistades sancionadas por el tiempo.

En general, sabemos qué pasos es preceptivo seguir al responder a la llamada que los otros hacen en el umbral de nuestra existencia, cuando tocan a nuestra puerta solicitando hospedaje. En cambio, con frecuencia nos mostramos desorientados y torpes si de lo que se trata es de decir adiós. Ningún manual de conducta, ninguna ceremonia social explicitan las pautas que han de observarse para salir airosos de tal circunstancia. Cada cual encara esa contingencia del modo que le resulta más propio. Unos, confundidos por su misma impericia, dilatan interminablemente el último instante, tratan de disimular su envaramiento embriagándose con un torrente de lugares comunes, anticipando citas y reencuentros obligados que tal vez ya nunca lleguen a producirse. Otros, por el contrario, optan por parapetarse tras un laconismo casi displicente, como si estuvieran enfrentándose a un embarazoso trámite del que desearan verse liberados a la mayor brevedad posible.

Los libros y las películas han hecho del trance de la despedida una revelación sentimental, una encrucijada de emociones donde los personajes ponen a prueba la calidad auténtica de sus sentimientos. Puede que por eso sigamos confiando en que la literatura y el cine nos enseñen nuevas manera de decir adiós, menos toscas cada vez, no lastradas por la incertidumbre ni desbaratadas por la precipitación y las imprecisiones. Pero hace unos días, releyendo unas páginas de Si esto es un hombre, las memorias de Primo Levi sobre su paso por los campos de exterminio nazis, me encontré de nuevo con el relato de una despedida a la que ningún ser humano quisiera tener que enfrentarse nunca. Lo volví a leer, después de tantos años, estremecido de respeto. Es el momento de la deportación, el viaje de los prisioneros judíos hacia el confinamiento y la muerte, hacinados en el interior de vagones para el ganado. El autor lo recuerda así: «Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez, pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos, al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos miedo».

Carlos Marín-Blázquez
Cieza, 1969. Licenciado en Filología Hispánica y profesor de Literatura. Ha escrito en diversos medios digitales y colaborado en el podcast cultural 'La caverna de Platón'. También escribe reseñas literarias para 'Librosobrelibro'. Es autor de dos libros de aforismos: 'Fragmentos' (Sindéresis, 2017) y 'Contramundo' (Homo Legens, 2020). Su último libro publicado hasta la fecha es 'El equilibrio de las cosas y otros relatos' (Ediciones Monóculo, 2022).