Reflexionaba sobre la inocencia el otro día mientras miraba una foto de cuando era pequeño. Me quedé un minuto analizando una imagen en la que estoy sentado en las piernas de mi tío Iglesias. Pensaba en que me habría gustado conocerle más y que en mi mente hubiese historias a su lado en vez de mínimos fragmentos guardados en el subconsciente. Tan sólo recuerdo que me llamaba Monin y que dejó de llamármelo cuando un día se lo llevaron para no volver. Era el pegamento de la familia, el maestro de ceremonias que conglomeraba las filias de los Brugos. Le llamaban el químico, como tantas veces me ha contado mi tío Santiago el del pueblo. No ha habido persona que me haya nombrado una mala palabra sobre él, era bueno. Bondad que es inocente, sin extravagancias o tergiversaciones.

Admirando aquella estampa, meditaba cuando éramos felices y no lo sabíamos. En la vida se da la paradoja del niño que quiere ser adulto para poder hacer las cosas chulísimas que hacen los adultos, y de los adultos que anhelan esa etapa sin preocupaciones de la niñez en la que lo chulo era no pensar en nada. Te das cuenta de que te has hecho mayor cuando te dejan de gustar los Pokémon y te es indiferente el nivel al que evoluciona Charmander. Eso sí que era el metaverso. Le contaba a mi padre los goles que había metido mi personaje en el simulador del FIFA como si fuera una realidad y mi carrera futbolística traspasara los campos virtuales. Empecé a despertar de ese letargo infantil cuando inmerso con mi primo Ángel en una atracción de un Parque de Atracciones él confundía los efectos especiales con el mundo y reparé en su ingenuidad. Inocencia que se empieza a erosionar cuando descubres a los Reyes Magos o al ratoncito Pérez. Qué tiempos. Experiencias primerizas barnizadas con la inocencia propia de la edad.

Ahora estamos todos muy tocados. Que si ansiedad, que si depresión, no conozco a casi nadie que no haya tenido algo de esto en los últimos años. Hemos perdido la inocencia. Nos han extirpado las alas y reptamos como serpientes en lugar de volar como palomas. Hemos creado preocupaciones que no existían envenenando la inocencia de perversión. El hombre ha abrazado lo finito cuando ha sido creado para lo infinito. Sueltas cualquier comentario en público o en privado y se desliza alguna bandera roja en contra de ese alegato. Analizas los pocos españoles que ves en las calles patrias y enseguida alguno te considerará racista. Bañan un comentario demográfico con falsa intolerancia. ¿Es que acaso no es preocupante que los compatriotas no quieran vivir en nuestro país? Lo triste es que no es que no quieran, sino que es que no pueden. De momento una empresa noruega ya ha ofrecido quinientos empleos a peluqueros españoles. Ves imágenes de ciudades irlandesas como Cork y parece Tomelloso. Pero tú no digas nada, no sea que te acusen de xenófobo. Y bueno, cuidado con hacer comentarios como el de Boris Jonhson en cuanto a la negativa de que transexuales participen en competiciones femeninas alegando su superioridad física. Homófobo. Cada uno puede hacer lo que quiera, pero hay cosas que son como son y no como queremos que sean. No todo es relativo. Han cargado de un profundo colectivismo decisiones y acciones. Es curioso observar cómo los primeros que defienden que la falda también es de hombres, en cuanto un niño se atavía con una, es transgénero. Los woke han asesinado la inocencia con su ideología, esos que certeramente definió O’Mullony en Ser ‘woke’.

Puritanismo que ha contaminado hasta al humor. Todas las nocheviejas escucho a mi padre replicar la misma frase de «los cómicos de hoy en día ya no son como los de antes». Esos espectáculos de la risa que producían dolor de barriga son historia porque ahora ya no se pueden hacer bromas con casi nada. Si haces un chiste de calvos saldrá la Asociación de Cabezas Imberbes protestando, si se te ocurre hacer otro de un jorobado te denunciaran los otros. Hipersensibilizados. Estamos llenos de complejos, hemos perdido el sentido del humor, nos hemos vuelto calculadores, ofendiditos. «Reírse de uno mismo es una de las mejores cosas que se pueden hacer en la vida porque en realidad te estás adelantando a los demás», escribió Alejandra Gumucio.

Una falsa madurez de los que se quejan por todo, y pérdida de inocencia que contrasta, como informó El Mundo con el clamor de los docentes ante la infantilización de los alumnos y su poca tolerancia a la frustración. Queremos lo fácil, sin esfuerzos. La número uno del tenis mundial, la australiana Ashleigh Barty, se retira con 25 años porque dice no estar dispuesta a forzar más la máquina. Que le diga Serena Williams si fue fácil para ella llegar a lo más alto. Siempre dice Toni Nadal que su sobrino Rafa o Novak Djokovic ganan a chicos de veinte años porque estos están más pendientes del dinero o de los coches que de ganar y esforzarse. Estamos muy mimados. Entre algodones. No tenemos ni puta idea de la vida. Hemos vivido una pandemia, sí, ¿y qué? Con Netflix, nevera y papel higiénico cualquiera. Que falta de mili, diría alguno… «Los niños necesitan que les pongan algún limite. Un exceso de reglas no es bueno, pero la ausencia total de reglas también tiene tela. Si a los niños no se les dejan ser niños, se convierten en pequeños adultos durante su infancia… y en adultos aniñados de mayores. Ha de ser al revés», escribe Mark Oliver-Everett en Cosas que los nietos deberían saber.

Los niños heredarán la tierra. Ya vale de tantas nimiedades. Tenemos que solucionar los problemas, no crearlos. Encrucijadas que en muchas ocasiones encuentran la solución en las alternativas más sencillas. A ver si nos damos cuenta de que el secreto de la felicidad es que nada es demasiado importante. No es pasotismo o tibieza, sino desprendimiento. «Convertirse en niño significa vivir de acuerdo con una segunda inocencia: no la inocencia del recién nacido, sino la inocencia que se consigue haciendo opciones conscientes», señala Henri J.M. Nouwen en El regreso del hijo pródigo.

Vive, deja vivir, y sé feliz. Recupera la capacidad de sorprenderte.