No os descubro ningún mediterráneo al decir que Samantha Vallejo-Nágera, la célebre cocinera de Masterchef, no me cae especialmente bien. También es cierto que tengo desde hace tiempo una mirada de misericordia para con todos los que no lo merecen y eso hace que tampoco me caiga especialmente mal. En la lista acompañan a Samantha personajes como Ábalos, alguno de nuestros obispos o cualquiera de los popes que un día tuve como jefes. Ni fu ni fa.

Sin embargo, a Vallejo-Nágera siempre le he mirado con cierta simpatía, de perfil, como decía Joubert de sus amigos tuertos. Hace ya diecisiete años, en uno de estos embarazos que las famosas sentencian en la Dator, Samantha apostó por traer al mundo a Roscón, un pequeño con síndrome de Down. Esto jode poderosamente a muchas celebrities que no lo hicieron antes porque no les dio la gana. La presencia de Roscón es molesta para algunas administraciones pero lo es, sobre todo, para muchas conciencias. Conciencias ni fu ni fa.

A Samantha le han acribillado en redes sociales las últimas semanas porque, allá por enero, subió a sus redes sociales un vídeo de su hijo Roscón pidiéndole perdón por su negativa a ducharse y lavarse el pelo. La escena se ha hecho viral por lo costumbrista, porque en todas las casas del mundo alguna vez algún hijo no ha querido ducharse, alguna madre se ha tenido que enfadar, y en algún momento todo ha quedado sellado con un beso en la mejilla. Un beso ni fu ni fa.

Pero la cosa no ha quedado ahí. Al tierno vídeo, que eso es, la famosa cocinera añadió unas pequeñas palabras: «Hoy nos ha dado el día….Ha montado 7 pollos!!! Esta super “Downdolescente”. Madre mía!!! Pero es noble y pide perdón. Ahora me está dando mil besos». Con estas palabras ha llegado la polémica. ¿Cómo que «Downdolescente»? ¿Puede una madre vejar a su hijo? ¿Dónde está el límite de la exposición en redes sociales? ¿No es acaso una humillación que una madre exija a su hijo pedirle perdón? Un perdón, ya sabéis, ni fu ni fa.

He leído de todo y vuelvo a mi pensamiento inicial: la presencia de Roscón en redes sociales como un chico alegre y escandaloso, al que le gusta bailar y comer, que no para de hacer idioteces delante de la cámara —flanqueado siempre por alguno de sus hermanos—, es tremendamente molesta. A las miles de personas que han atacado estos días a Samantha no les jode la cocinera sino la mera presencia de Roscón, que algunos días, por qué negarlo, se levanta «Downdolescente». Son días ni fu ni fa.

En las casas de la izquierda quizás se pongan los motes con La Encyclopédie en la mano pero en los hogares de toda la vida a los niños se les ha llamado, con todo el cariño familiar, «gordi» o «solete» o «bolita» o «enana». De lo evidente la mirada de unos padres extrae lo amoroso. No es que estos motes se transfiguren pero esconden una realidad física —la niña que lleva gafas, el que es más rellenito, el que nació prematuro o la que tiene aires de princesa— tras la realidad del amor, que todo lo convierte. A mí que Samantha llame «Downdolescente» a su hijo Roscón no me puede parecer mal. No es que evitar el aborto lo justifique todo, sino que la mirada cariñosa de una madre sólo la tiene, qué sorpresa, una madre. Por mucho que me caiga ni fu ni fa.