Las víctimas del apagón

En España aflora la nación cuando falla el Estado, pero este Estado está fallando ya muchas veces

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En estos días se está idealizando el apagón del 28 de abril. Se describen calles y plazas con gente que por fin se encontraba. Abundan las imágenes de las terrazas llenas. Parece que alguno necesitó que se fuera la luz para reencontrarse con la lectura.

Dentro de los muchos dispositivos y técnicas que el gobierno emplea está la reducción al chiste o a la anécdota. Ya saben, los voluntarios dirigiendo el tráfico o la gente celebrando el regreso de la luz a las calles como si España hubiese ganado de nuevo el mundial de fútbol. Junto a las cortinas de humo y la desinformación (los que vaticinaban que en España no habría apagones), la broma y el detalle castizo —uno que regulaba la circulación con una barra de pan— sirven para que lo recordemos con una sonrisa y para crear una falsa épica del pueblo que salva al pueblo.

Sí, en España aflora la nación cuando falla el Estado, pero este Estado está fallando ya muchas veces y sus fallos cuestan vidas y arruinan hogares. El apagón fue terrible. Debería bastar para tomárselo en serio el número de muertos por causas vinculadas con el corte eléctrico; por ejemplo, las personas que necesitaban respiradores conectados a la red.

Hubo decenas de miles de personas y empresas que sufrieron pérdidas económicas. No entro en la angustia de quienes no sabían nada de sus familiares ni en el esfuerzo de quienes tuvieron que caminar horas para volver a su casa o se pasaron el día tirados en un tren o junto a una vía. Todavía hoy hay gente que no tiene reparados los servicios de teleasistencia y otras averías.

Esta idealización del apagón —una vuelta a los orígenes previos a la tecnología— sólo sirve para quitar gravedad a la incompetencia del gobierno. Así se diluye, en la romántica vuelta a la «comunidad», la falta de previsión que este apagón confirma. El verdadero sentido de la comunidad exigiría que se depurasen responsabilidades para que nadie vuelva a morir porque se va la electricidad, nadie se arruine por un apagón ni nadie viva con miedo porque la teleasistencia sigue sin funcionarle días después de recuperarse el suministro.

Salir a las plazas, recuperar los barrios y rescatar la comunidad perdida —¿quiénes la volvieron irreconocible? ¿Quiénes nos la arrebataron?— puede ser precioso, pero esa aparente alegría no debe servir como coartada para el gobierno. Al contrario, debería recordarnos que todo funciona peor que antes porque entonces no era necesario que todo se hundiera para reencontrarnos, conversar o leer un libro.

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