Las novias de mis amigos

Ellas son estupendas, pero frente a mis ojos lo son porque reflejan (¡qué evidente!) la escueta santidad de mis amigos

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Yo, como Michael Oakeshott, trato de ser conservador en lo político y radical en todo lo demás. No me han hecho falta muchos años para descubrir que éste es un empeño fallido. Como el filósofo británico tengo poco éxito en ambas y muchas veces termino siendo resignado en lo político y anarquista en lo demás. Claro que la vida amorosa de Oakeshott —fue todo un pieza— me reconcilia con mi desorden, me recuerda la imposibilidad de mantenerse conservador en lo afectivo y me evidencia, qué descanso, la tendencia del hombre al exceso.

Escribo esto porque algunos amigos míos andan atemorizados desde hace tiempo. Temen, así me lo dicen, que ande enamorado de sus novias, que me gusten las chicas que ellos han elegido o —con qué atino lo explica Higinio Marín— por las que ellos se han dejado elegir. Siempre es así. Ante tanta acusación suelo contestar con media sonrisa, que es la forma menos violenta de darles la razón. ¡Claro que me gustan! ¡Cómo no me van a gustar! Pero sonrisas aparte, ha llegado el momento de defenderme de tanto dedo acusador, tanta ceja arqueada de mis amigos, tanta risa temblorosa que, mirándome de reojo, todavía no sabe con certeza si mis piropos son sólo una forma refinada de tomarles el pelo.

En primer lugar debo reconocer que las novias de mis amigos son estupendas. Y esto no es una mera formalidad. Cuando las veo pienso inevitablemente en que quiero en mi vida una como ellas. Una que sea tan guapa y alegre como Cata, tan divertida y espontánea como Belén, tan lista e interesante como Isa, tan profunda y atenta como Cata, tan sencilla y sincera como Carlota, tan buena y paciente como Meri, tan santa como Paula y algún día, ojalá, tan buena madre como Inés.

¡Cómo no me van a gustar! Cuando miro a las novias de mis amigos no puedo evitar ver todo lo bueno que hay en ellas, la poderosa verdad que ante mí pronuncian sus labios, acaso su mirada, la belleza evidente que anida en su sonrisa. Es todo lo que quiero en mi vida y eso, a veces, me lleva a una feliz confusión: como aspiro a que mi futura novia sea tan parecida a ellas, a menudo pienso que sería tremendamente feliz con una de ellas. Quiero casarme con una chica tan buena como Cata que, ay, a veces, soñaría con casarme con la propia Cata. ¿De verdad no me entendéis?

Pero ni siquiera esta homínida naturalidad del gusto masculino es todavía una defensa. Mis mejores argumentos en esta batalla —ellos no se lo esperan— son mis amigos. Sin olvidar todo lo bueno que hay en ellas y toda la gracia que me causan, debo decir que a mí me gustan las novias de mis amigos porque son las de mis amigos. Jaque mate. Aquí está la fuerza de mi defensa. Si alguno andaba preocupado ante mi cleptomanía amorosa este es el momento de la rendición. Me explico.

En todas esas novias no sólo observo sus virtudes, que también, sino que veo explícitamente las virtudes de mis amigos. Cata no me gusta por las facultades que Dios le ha dado, sino por el novio que Dios le ha regalado. Lo mismo me pasa con Isa, con Belén, con Inés, Carlota, Meri o Paula. Que sí, que ellas son estupendas, pero frente a mis ojos lo son porque reflejan (¡qué evidente!) la escueta santidad de mis amigos. Ellas me gustan porque ponen rostro —definitivamente más bello y agradable a la vista— a las virtudes y bondades de mis amigos, así como a sus pequeñeces y miserias. Amigos míos, podéis estar tranquilos: ¡lo que más me gusta de vuestras novias sois vosotros!

Si, por extraño que parezca, estoy enamorado de ellas y disfruto en su compañía es porque, de alguna forma, también lo estoy de ellos. A Rodri le diría que puede descansar tranquilo porque lo que más me gusta de Cata es precisamente él. Lo mismo le exhorto ahora a Pablo: si su novia es mi favorita —eso él ya lo sabe— es porque él, de hecho, es mi favorito —y qué pena que a veces me cueste hacérselo saber—. Las novias de mis amigos me gustan porque, al mirarlas, no sólo celebro sus dones, sino que sobre todo celebro los míos. Esta es toda mi defensa.

No entiendo vuestro temor, amigos míos: ellas me dejarán de gustar el día que corten con vosotros. Dejaré de fijar mis ojos en su sonrisa en el preciso instante en que dejen de enseñarme la suerte que tengo —y ellas también tienen— con vosotros. Las novias de mis amigos no son aquellas a quienes tanto quiero. Son, como escribió Miguel Hernández de su amigo Ramón Sijé, las novias con quienes tanto quiero. A vosotros, mis amigos.

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