Entrevistan a un cómico que en su día fue famoso. Han pasado los años, pero no ha perdido su proverbial agilidad. Le preguntan, por ejemplo, qué quiere ser de mayor. Responde rápido: «Menor». Es todo así. Tiene la velocidad de los espabilados. El cerebro le va deprisa. La chispa le apremia. Si puede hacer un chiste, no lo evitará. Torcerá las palabras hasta darles muerte.

Descubro también, admirado, que su retirada de la primera línea de la televisión se produjo para cuidar a su madre, ya muy enferma. Dice cosas sobre el cuidado de los mayores que nos dan en la línea de flotación. A ver quién es el guapo que renuncia a «lo suyo» para cuidar a «los suyos» (y en ese plural veo yo una ganancia incomparable). Cuenta que no se trata sólo de atender a los viejos, sino de decirles una gran verdad inaudita: que seguimos necesitándoles.

Sigo escuchándole con atención. Entonces, como de soslayo, le preguntan por Dios. Dice que no, que no cree en Dios. «Por humildad», argumenta. Se siente demasiado poco para poder creer en alguien tan grande, creador del cielo y de la tierra. En esa vuelta de tuerca ya no puedo acompañarle. Que uno se sienta poco apunta más bien a la existencia de un ser superior. La humildad (que viene de «humus», barro) es el inevitable punto de partida de una búsqueda, no la meta de un esfuerzo interrumpido.

No importa quién es el personaje del que hablo. Podríamos ser cualquier de nosotros. En esa entrevista no encuentro sólo las opiniones de un hombre singular, sino las protecciones habituales que se procura cierta forma de pensar. No creo que sea exactamente cinismo, porque no hay desprecio alguno en ese modo de rehuir las grandes cuestiones, apartándolas con una ingeniosidad. No hay burla ni desvergüenza. Pero tampoco hay duda; no es escepticismo. Es una especie de vía intermedia entre quien no se mofa de las creencias y quien, por si acaso doliera, evita tener alguna. Es la opción de quien huye por la vía de la ocurrencia.

Insisto. No me refiero al entrevistado en cuestión. Hablo, en general, de un ingenio que no es más que libertad desligada. Creo que lo vio muy bien Marina en su primer libro, Elogio y refutación del ingenio, que tanto ayudó a desvelar tanta mentira enmascarada. «Todo lo que escupe un artista es arte». Pues, mire, no. Por ingenioso que sea, por chocante que resulte, no. La belleza es una cosa más seria. Requiere sorpresa, pero también orden. Y así con todo. Sólo con chistes no se construye una amistad. El alma no se mantiene en pie a fuerza de frasecitas inspiradoras. Una familia necesita una madre que no sólo sea simpática. Y también un padre que, por humildad, no piense a Dios desde las alturas vanas del ingenio.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).