Como escribió mi admirado Vicente Niño la semana pasada, «se nos está quedando un mundo terriblemente feo. Moralmente feo. Es decir, feo, malvado, injusto e inhumano». Como diría mi novia, «esto está para irse al campo a plantar tomates». Creo que no hay día en el que mis pasiones me tienten con quedarme en casa sin salir y protegerme tras la trinchera infinita. Es mi conciencia la que me impulsa acordándome de aquello que decía Chesterton sobre amar y odiar el mundo a partes iguales para tener el estímulo de cambiarlo. Somos de este sistema, y por mucho que respiremos aires hostiles para la virtud, no haremos nada sin levantarnos del sofá.

Esa gallardía, esa imposibilidad de contemplar plácidamente la vida, es lo que hace necesario encontrar un hogar antropológico en el que cobijarse contra lo que viene y vendrá. No hay que olvidar que, por desgracia, todos los que defendemos una sociedad humanista fundamentada en unos valores vamos perdiendo a la postre de un relativismo moral que nos hace vulnerables ante la barbarie. Surrealismo inmoral que tiene su eco en lo cotidiano. Sin ir más lejos, el otro día hablando con una mujer esta describía con todo lujo de detalles, y sin ningún ápice de conciencia respecto al vicio, que había abandonado a su pareja después de veintidós años, desamparando a su hijo cansada de estar con una persona que no quería. Barnizada con una falsa valentía virtuosa la tibia cobardía. Así estamos. ¿Cómo puede verse como algo liberador el desprenderte de tu propio hijo? Nimiedades de estos tiempos posmodernos. Compases metaversos que construimos nosotros con nuestras acciones. Hechos diabólicos que despeñan a nuestra sociedad a lo más hondo de los círculos del infierno de Dante. El orbe es pecaminoso porque cada vez más personas están alejadas de lo bello, de lo bueno. Nos hace falta ser más fraternos y quemar todos esos mitos egoístas que eliminan a la sociedad de la ecuación fomentando el enaltecimiento del yo. Nos cuesta conectar, escuchar, empatizar, estamos aislados, como escribe Adam Smiley en La amistad en la era de la soledad. Tenemos colegas, no amigos, y si los tenemos es que hemos prostituido el término. Hay gente que se escapa ante los problemas de sus presuntos socios escudándose en que ellos ya tienen suficientes complicaciones. La representación más clara del narcisismo actual.

Pensando en lo que quiero en la vida, esa reflexión que tanto hace nuestro querido amigo Iñako Rozas, medito precisamente sobre eso que decía aquella canción de Toy Story de Hay un amigo en mí. Recuerdo esa invocación a la lealtad, ese enaltecimiento de la amistad incluso cuando uno echa a volar y se va. Arraigo, eso que tanto falta en estos tiempos licuados. Ese poder protegerse en los amigos cuando todo se desmorona. Tengo la certeza de que quiero que en mi historia vital haya gente buena. Cuando hablo de la bondad no pienso en personajes impolutos, beatos, eso roza la pedantería y el cinismo. Es falso porque no existe nadie perfecto. Es imposible ser divino sin que el alma escape de la cárcel de carácter corpóreo. Me refiero a personas de buena voluntad, con arrojo. «Porque la valentía es el rasgo principal de quienes causan el bien en este mundo», escribe David Cerdá en su libro Ética para valientes. Gente de bien no exenta de defectos. Atina muy bien ese anuncio que dice «no son perfectos, pero son mis amigos». No puedo estar más de acuerdo. Siempre digo que mis hermanos, —a veces olvidamos el sentimiento de hermanamiento que había entre los primeros cristianos—, tienen sus tocados, sus vicios y taras, pero tienen algo en común: son buenas personas. Esa es la clave. La diferencia entre la manía y la acción dolosa es que en la primera el que la comete desconoce el carácter maléfico de esta, y en la segunda, el autor se desprende de la moralidad a la ahora de obrar provocando un mal.

Si quieres protegerte de las malas vibras de este ambiente contaminado, rodéate de buena gente. Dime con quién andas y te diré quién eres, escribió Cervantes en El Quijote. El psicólogo social Jonathan Haidt señaló en su libro La mente de los justos, que una de las claves para conseguir la integridad personal reside en conformar camarillas de personas honestas. Eres como son tus amigos, somos así de gregarios y nominales. ¿Se imaginan a un aficionado al jazz acompañando asiduamente a un grupo de rockeros a su cantina habitual? En toda relación es muy importante la admiración mutua, la inspiración. Me viene a la mente un buen amigo que despertó en mí la mayoría de las inquietudes intelectuales, el que encendió la llama de la reflexión. Quedábamos a tomar algo y citaba a autores por doquier, le admiraba y le admiro, de mayor quería ser como él. Es una maravilla estar con alguien cinco horas y que parezca que no ha pasado el tiempo. Esas personas son las que te inspiran, que te escuchan, y que siempre están ahí. Necesitamos allegados con un ideal de justicia en un sistema cada vez más injusto. Son hogar, son trinchera, nos aíslan del pecado y nos ayudan a alcanzar la virtud. Esa es la amistad que viene de Dios, la que te hace mejor.

Todos necesitamos a un Sancho que nos libere de los gigantes o una camarilla en la que refugiarnos de este mundo feo y cruel. Pon un Sam en tu vida que te proteja del mal. La amistad honesta, los vínculos afectivos son el principal dique de contención de la corrupción de estos tiempos. Historia sin quijotes ni escuderos.

«No hay amor más grande que el dar la vida por los amigos»
(Juan 15:13-17)