Cinco años después del incendio que destrozó los techos de la catedral de Notre Dame, sin saber todavía muy bien qué mano estuvo detrás de aquel fuego, Francia ha reinaugurado por todo lo alto el emblema parisino. Años de restauración culminarán este domingo 8 de diciembre, solemnidad de la Inmaculada Concepción, con la primera celebración de la Misa después de unas obras millonarias que han impedido el culto.

La polémica no es nueva: en todo lo restaurado hay siempre aristas delirantes, detalles que uno nunca termina de entender. Pasó con el Ecce Homo de Borja, reconvertido en una suerte de Cristo de Borbón, y ha pasado en numerosas ocasiones con cuadros, edificios y esculturas. Como el hombre es antropológicamente religioso —cuánto lo repetía Rafael Alvira—, hay siempre en nosotros un empeño por buscar la belleza. Como el hombre también es antropológicamente conservador —todavía no he encontrado a nadie que repita esto—, en nosotros también anida un instinto por preferir lo conocido a lo misterioso; el Cristo por restaurar al Ecce Homo borbonizado.

Con Notre Dame ha pasado algo parecido. Cuando el incendio muchos nos llevamos las manos a la cabeza porque temíamos, más que la destrucción de las llamas, el escaso talento de la venidera restauración. No olvidemos que Notre Dame está en Francia. El concurso para ver qué proyecto saldría triunfante fue para echarse a temblar. Yo llegué a ver el techo de la catedral convertido en una huerta ecológica, en una ludoteca infantil y en un mirador con barra de bar donde pedirse un citron pressé. Y algunos preferimos una catedral sin techo que un techo sin catedral.

Dicho esto, la cosa ha quedado apañada. Hace unos días estuvo Emmanuel Macron visitando el templo y los techos son dignos del gótico francés, tan espigados como poderosos. Alejandro Rodríguez de la Peña, nuestro medievalista de cabecera, escribió a raíz de esta visita: «Paradójicamente, ahora el interior de Notre Dame se parece mucho más que antes a como era en la Edad Media». Uno ve las fotos y efectivamente la restauración parece precisa, que a veces es la forma más sencilla de decir preciosa.

A la belleza de su restauración, sin embargo, muchos han confrontado una certera objeción: el ambón, el altar y el sagrario son de una fealdad sorprendente. De nuevo, leemos a Rodríguez de la Peña: «Son horrendos, un borrón minimalista en medio de tanta belleza». Yo estoy de acuerdo en la forma y en el fondo de la crítica porque estoy en desacuerdo con la forma y con el fondo de estos objetos. Lo cierto es que la profundidad del gótico parisino ha quedado emborronada con la colocación de estos ornamentos.

He leído en redes sociales que toda la nueva catedral es demoníaca porque la fealdad es un atributo del demonio. Pero la regla de tres no opera siempre así. Algunos censuran toda la restauración del templo por culpa de este sagrario tímido. Otros niegan la validez de las Misas porque oigan, es que menudo altar. Y yo con este fanatismo no puedo estar de acuerdo, porque haciendo memoria ubico el primer altar de la historia en un trozo de piedra arisca. El altar de Jesucristo fue primero un establo —cómo debía oler aquello— y después lo fue la madera desnuda de una cruz. Horrendo, feo, cutre. Pero nadie piensa que aquello era propiedad del demonio.

Hacerse trampas al solitario tiene sus riesgos. Los cristianos pedimos en nuestras plegarias que Cristo venga a nosotros, que nuestro Salvador se haga uno con nosotros, que nos habite. No es una imagen literaria, sino una necesidad encarnada. El corpus paulino así lo recoge: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Tenemos la firme creencia de que nosotros mismos, con nuestras miserias y fealdades, podemos ser altar. En nosotros Cristo se sacrifica y cuántos poseemos la belleza modernista —que no es belleza— que ahora denunciamos en Notre Dame. Si Él no se cansa de venir, tampoco los cristianos debemos denunciar el cansancio. Mirando al horroroso altar de la nueva catedral sigo pensando que la restauración va por dentro.