Nací en 1996, muy cerca de la capital de Colombia, tres años después de que el Bloque de Búsqueda de la Policía y el Ejército diera de baja al narcoterrorista más conocido del siglo pasado: Pablo Escobar. Y puede que quien hoy me lee haya escuchado muchas más veces el nombre de ese delincuente, que el de sus víctimas como el de Diana Turbay y su hijo Miguel Uribe Turbay, quien al momento de la redacción de este texto sigue aferrándose a la vida después del miserable atentado que sufrió el pasado 7 de junio.
Mi corazón político no esperaba encontrarse en la misma situación que lo hicieron los periodistas que reportaron y comentaron cada hecho de terrorismo de Escobar. También, porque esta vocación política que tengo quiere aprovechar la formación periodística y el inmenso aprendizaje humano que me dio Miguel Uribe Turbay en su campaña al Senado en 2022.
Miguel fue víctima de un atentado en medio de una reunión política en Bogotá. Un joven de menos de 15 años le disparó en varias ocasiones y lo hirió en la cabeza. Desde entonces, Miguel ha sido intervenido para salvar su vida, su familia experimenta lo inefable y Colombia se sacude con recuerdos que quisiera no tener ni tragedias que experimentar nunca más. Miguel es un ejemplo de la herencia y la vocación política que el bien común necesita, del servicio por los otros y de que los principios no se negocian, como aprendió de su madre, Diana Turbay. Además de ejercer la política como misión personal es un hombre supremamente disciplinado y con un objetivo claro: salvar a Colombia del mal.
Ese mal se vio expresado en el secuestro de su madre en 1990, cuando el narcotraficante Pablo Escobar engañó a Diana Turbay y al equipo periodístico del Noticiero Criptón. El criminal sabía que Diana tenía un firme compromiso con la paz de Colombia y lo usó para convencerla de ir a supuestamente entrevistar a alias el llamado cura Pérez, comandante del ELN, vil carnada para secuestrarla.
En su tiempo en cautiverio, Diana Turbay escribía cartas a su familia confirmándoles que los principios no se negocian y que los intereses del país (la extradición de narcotraficantes a los Estados Unidos) eran superiores a los personales. No sé cuántas veces ha repetido Miguel esas frases que adoptó como ley de vida. Por eso en cada acto político dejaba claro que Colombia tiene futuro y que no ha dejado de trabajar un solo día por ello.
Miguel es un colombiano que se recorre a pie cuanto barrio sea necesario para hablar con cada ciudadano, escucharlo y entender cómo mejorar esa vida. Es un hombre al que no le importan las circunstancias, se sube a un canasto en mitad de un parque en Bogotá para compartir su visión de país. Es un político que me enseñó cómo recibir insultos con una sonrisa, jamás perder el control y sólo desear el bien.
Por el atentado contra Miguel Uribe, millones de colombianos nos hemos unido en oración por su vida y en pedir garantías para el ejercicio político. Nadie debería arriesgar su vida por trabajar en política. He visto varios amigos que he conocido en este ámbito expresar el dolor que les da ver a Miguel en una unidad de cuidados intensivos por un disparo en la cabeza cuando sólo cumplía con su deber una tarde de sábado. Recuerdo cómo con algunos de estos amigos nos quejábamos por insultos, vulgaridades y la violencia que vivíamos en la calle por hacer campaña —sí, romper volantes, escupir y pisar banderas de campaña es violencia— pero Miguel siempre nos recordaba que eso le daba más fuerza a nuestra labor.
A las cosas se las llama por su nombre, porque lo que no se comunica no existe. El sicario que disparó a Miguel no debió siquiera pensar en la posibilidad de hacerlo, tenía que estar estudiando o compartiendo con otros de su edad. Ningún ciudadano debería necesitar protección especial para ejercer la política por pensar diferente a unos criminales. La familia Uribe Turbay no tendría que estar sufriendo lo indecible 35 años después de haber padecido por Diana Turbay. Los colombianos no deberíamos estar pidiendo que cese la violencia en la contienda política porque —bien lo pensó Aristóteles hace siglos— la alteridad no es enemistad.
Hoy Colombia necesita más que nunca recordar que la política es, ante todo, un acto de servicio. Miguel Uribe Turbay encarna esa verdad con su vida, su historia y su vocación. Que su lucha por la vida no sea en vano. Que su ejemplo nos convoque a rechazar el odio, a dignificar el la política y a defender la democracia con valentía y respeto. No podemos normalizar el terror ni permitir que el miedo defina quién puede participar en la construcción del país. A los violentos se les enfrenta con principios firmes, con instituciones sólidas y con una ciudadanía despierta. Porque Colombia no merece más mártires, merece líderes valientes como Miguel y un pueblo que no olvide jamás que la vida, la paz y la política decente son causas que debemos proteger sin descanso.