Diciembre amenaza ya con echar el cierre y enero, con el ansia de la espera, comienza a pedir paso al tiempo. Los que habitualmente buceamos por el particular mundo de las redes sociales sabemos que, por estas fechas, comienza la publicación masiva de una cantidad ingente de resúmenes y recopilatorios sobre las vivencias del último año. Como respuesta a nuestra enfermiza obsesión por construir una realidad alternativa bajo un perfil de Instagram, empiezan a deambular por ahí vídeos de despedida del dos mil veinticuatro, emotivísimas declaraciones públicas de arrepentimiento por aquellas cosas que nunca llegaron a culminarse y multitud de teorías completísimas sobre crecimiento personal y objetivos cumplidos.
La comparativa entre el comienzo y el final del curso hace propicia la pausa y el análisis. En esas, uno se vio los cuatro últimos domingos del año haciendo lo que sería impensable si echásemos la vista atrás hasta llegar al pasado enero, una actividad que por aquí ya casi habíamos olvidado: ir a misa. Lo cierto es que hacía demasiado tiempo que no frecuentaba una parroquia, sin ser capaz de explicarles muy bien el motivo. Pero ya ven, el primer domingo sucedió y me acerqué. Pasó una semana y, sorpresivamente, volví. Y así, llegamos a los cuatro consecutivos superando en un mes y con creces la cifra de asistencia eucarística de todo el año anterior. Tras el primer día no tenía pensado regresar, pero de nuevo, aparecí. Igual que no he sabido decirles por qué dejaron de verme durante una larga temporada por los bancos parroquiales, tampoco sabría explicarles este inesperado regreso. Sólo sé que la semana se consume, llega el domingo y por ahí siempre me esperan, me dejan estar en silencio, pensar —todo lo que se puede pensar un domingo cuando el fin de semana ha transcurrido entre cervezas y wiski— y escuchar. Ni yo molesto a nadie ni ellos me molestan a mí, tenemos un pacto de no agresión.
En la última misa, mientras alguien leía una carta de algún apóstol a no sé qué pueblo perdido del desierto, me paré a pensar sobre la cantidad de veces que terminamos haciendo todas aquellas cosas que juramos nunca realizar cuando el calendario todavía no había comenzado a contar. Impresiona en cuantas ocasiones salió de nuestra boca exactamente lo contrario a lo que sostuvimos al comienzo del año y el imposible cambio de parecer que tantas y tantas veces hemos padecido día tras día, de enero a diciembre. Y como en todo, esta es una práctica a la que algunos tenemos más querencia que otros. Con cierta insistencia justificada en el compadreo, mis amigos se quejan —quizás con razón— y me suelen echar en cara la incongruencia permanente en la que habito. «Tú, que decías que si la fe y que si la religión… ¡y ahora estás yendo a misa!», me reclaman ellos. Los más impacientes se llevan las manos a la cabeza cuando de mi boca sale alguna afirmación categórica que contradice sistemáticamente lo que ayer defendí con vehemencia y cabezonería.
Es cierto que mantener las propias convicciones con firmeza y arrojo es una virtud encomiable y necesaria por cuanto inusual en tiempos en los que el nihilismo empedernido impregna cada rincón. No obstante, y por contribuir aquí a la actividad que nos ocupa, no menos cierto es que desmentirse a sí mismo es el ejercicio humano por excelencia, pues no desdecirse en todo el año implica no haber dado cumplimiento al sacrosanto derecho que todo hombre tiene: ser sincero. Ya saben ustedes que negarse a uno mismo equivale a la más objetiva sinceridad, refutarnos en el ayer es una muestra de la honradez de la que somos capaces hoy. En el derecho a cambiar de opinión y abrazar la incongruencia sobrevenida, esa que no se pretende ni se busca, sino que se espera en la casualidad del hallazgo fortuito, nos mostramos sinceros ante los demás —que no es lo complicado— y, sobre todo, ante nosotros mismos.
Quizás pensamos erróneamente que para mostrarnos como somos, sin aderezos ni adornos que nos transfiguren, hemos de iniciarnos en un viaje de enorme complejidad por la propia conciencia intentando cambiar de opinión en algún momento. Muchos buscan en la contradicción la atención que no tienen, viendo en ella un reclamo polémico para acaparar las miradas de los demás, cuando de lo que se trata es de dar hallazgo a nuestras flaquezas y patinazos para enfrentarnos entonces con nuestros propios errores. El autosabotaje que supone la contradicción como fase previa a la franqueza es lo que nos interesa, la angustia del saberse desnudo y desprotegido sin poder recurrir a un argumento que ya no defendemos, una idea que no tuvimos o a un sentimiento que ni siquiera recordábamos. El miedo por vislumbrar el desmoronamiento de nuestra catedral de certezas y ver cómo la firmeza de nuestras creencias se deshace con el tiempo es lo que nos ata al calor de la certidumbre, y lo que nos hace —no siempre— huir de la sinceridad.
No podemos buscar el abandono de las certezas porque entonces huimos de lo fortuito de las contradicciones. No sucumbir a la prisa y saber esperar, permite a las casualidades ponernos en una tesitura en la que siempre hay algún despiste que permite destapar un resquicio del que brota nuestra realidad desmaquillada. Y entonces, cuando ese instante llega, cuando después de rajar todo el santo año de tus amigos que van a misa los domingos, coges tú y te plantas en una parroquia de barrio sabiendo que te van a comer vivo en cuanto se enteren. Uno tiene que ser capaz de zafarse de las ataduras de la tozudez humana y cruzar la puerta de la iglesia sabiéndose un traidor a las propias ideas. Pero esa traición, ese abandono de la subjetividad de las certezas, es lo que nos permite entonces recibir una nueva convicción que, por supuesto, debemos ahora defender con idéntico valor y tesón que lo sostenido hasta antes de ayer, mientras esperamos a que la siguiente casualidad decida dinamitar todo de nuevo.
El fin de una certeza supone encontrarse con aquello que no se espera, y cuando no esperamos algo que inevitablemente termina llegando —solo así— se abre entonces paso lo imprevisible que tanto irrita al hombre. Nos pasamos la vida rodeados de certezas sobre las que nos sentimos protegidos, sentamos cátedra con una facilidad pasmosa y cerramos la puerta a que las cosas que pensamos, sentimos y creemos hoy puedan ser sometidas a una propia contradicción el día de mañana. La posibilidad de que en algún momento nos llegue aquello que no pensamos que fuera para nosotros nos hace vulnerables, pues, aunque ese algo sea en esencia bueno, la desconfianza que genera la duda nos acongoja. Cuando lo que creímos inamovible cede, nos preguntamos «¿y ahora qué?»: Ahora nos sentimos como creímos que seríamos incapaces de sentir, estamos como nos dijimos no estar jamás y pensamos al revés de lo que llevamos tiempo predicando. Y eso, aunque suponga ponerse en duda a uno mismo, está bien.
Nos parece impensable que nuestra ideas, fijas e inmutables, puedan ser contrariadas ya no por los demás, ¡si no por nosotros mismos! Y claro, cuando ese día llega y somos víctimas del pavor que nos genera el reparar en lo equivocados que estábamos, nos hacemos pequeños y nos sentimos vulnerables porque, según nuestros parámetros, esto que ha llegado sin esperarlo no era para nosotros. Resistimos envites argumentales mayestáticos para mantener la razón en las tertulias durante las sobremesas, soportamos colosales diálogos e intercambios de ideas mucho más sólidas que las nuestras y, a pesar de todo, somos capaces de mantenernos firmes en nuestras posiciones con la tozudez de un perro de caza que corre tras un señuelo. Y después de permanecer impasibles en nuestro ejercicio de cabezonería frente a la evidencia más absoluta, solo el acontecimiento humano más sencillo es capaz de alterar nuestro basto y sólido campo de certezas para asumir la incertidumbre de encontrarse en un punto que, por inesperado, nos resulta peligroso.
«¡A mí esto no me va a pasar!». Pues al final, a ti, sí que te pasa, campeón. Y entonces, esos que te avisaron, esos que dirán con recochineo «¿Te acuerdas lo que pensabas sobre esto ayer verdad?», tal vez sean ahora benévolos, no porque lo merezcas, sino porque ya esperaban antes lo que para ti era en toda forma inesperado, vislumbraban lo bueno que podía pasarte y solo querían esperar a que el tiempo te hiciese ver cómo de equivocado estabas. Entonces, uno tiene que asumir que tiene la lengua muy larga y que le han pillado, tendrá que aguantar a los mismos amigos a los que previamente ha señalado y criticado fruto de la insolencia humana que nos hacer sentir impunes. Deberá soportar que se rían de él ahora que está en el mismo lado que ellos, y serán risas carentes de malicia, serán carcajadas que muestren la complicidad de una sana amistad que clama: «¡Ya te vale! Después de toda la guerra que has dado…».
Ser incongruente si dicha incongruencia llega por casualidad está bien, ¡claro que lo está! Qué voy a decirles, caray. El fin de año permite echar la vista a atrás para sorprendernos de la cantidad de veces en que hemos abandonado nuestras certezas. Y uno termina diciembre apareciendo tímidamente en el último banco de la iglesia después de negar su asistencia a misa en infinidad de ocasiones, comienza a ausentarse algún viernes de las quedadas con sus amigos justificándose en cuestiones humanas que creyó abandonadas, profetiza postulados políticos que criticó con vehemencia y se sonríe con cosas que ni esperaba ni buscaba.
Que sea la divina coincidencia lo que nos haga cambiar de opinión y no nuestro deseo por llamar la atención. Seguir andando hasta que la casualidad nos haga topar con la contradicción, y ser entonces capaces de desdecirnos y huir del equilibrio imposible, pues pesa más la gracia de lo nuevo que se nos entrega para que defendamos como nuestro, que el orgullo y la cabezonería que en ocasiones nos empuja a mantener cosas en las que ni nosotros mismos creemos. Todos firmamos sentencias para protegernos de las cosas que hay ahí fuera, pero terminamos dándonos cuenta de los errores a los que nos empuja nuestra vehemencia.
Los cambios de opinión solo se justifican en el azar de una casualidad, cuando uno busca cambiar de opinión persigue un resultado, y la casualidad requiere de un ejercicio de contradicción y aceptación que nos empequeñece ante una verdad que nos precede y nos mejora, una verdad que nos era inalcanzable y que ahora, atemorizados, vislumbramos con asombro. Y como estoy espiritual después de mi reincorporación a la actividad parroquial, terminaré defendiendo las contradicciones, porque no hay mayor pecado que la coherencia, pues en las certezas infundadas no hay sitio para la espontaneidad sincera, no hay continuidad en nuestro camino y no existe una verdad por descubrir. ¡Vivan las incongruencias!