Llego tarde a mi primer visionado de «Metrópolis»: nada más que casi 100 años tarde. En poco más de 365 días se cumplirá un siglo del estreno de este clásico, cuyo metraje original superaba las 4 horas. En su estreno norteamericano se decidió acortarlo con el fin de hacerla más comercial, se entiende. El film de Fritz Lang, uno de los padres fundadores del cine tal y como lo entendemos hoy en día, destaca por su artesanía: «Metrópolis» pertenece a una época en la que las películas eran producidas con cientos de personas delante y detrás de las cámaras. Los extras abundan en esta película de masas. El equipo técnico detrás de los esplendorosos decorados, cuyo realismo sorprende hasta al espectador acostumbrado a ver películas del siglo XXI como Interstellar, invita a reflexionar sobre ese cine que aún no había terminado de devenir en la poderosa industria de hoy en día: cuando era un taller con numerosos especialistas (el iluminador, el pintor, el escenógrafo, el carpintero, el diseñador de maquetas…). La película provoca cierta nostalgia por ese cine mimado hasta el último detalle por manos reales, creadoras de espacios de ensueño fruto de la imaginación humana, y no tanto por los clicks en el teclado y el ratón. ¡Y atentos, que viene la IA!
A lo largo de toda esta historia —un clásico de los relatos de ficción con multitud de elementos típicos: los desalmados y los privilegiados; el chico y la chica; el bien y el mal; la técnica y la naturaleza; el amor y el odio; la moraleja—, Lang y su guionista, Thea von Harbou, describen una sociedad distópica de clases perfectamente definidas y sin posibilidad de mezcla: una masa de trabajadores en régimen de semiesclavitud al servicio de una élite hedonista y ajena a sus problemas hasta que el protagonista, el joven Freder, descubre la terrible verdad sobre la que está construida la megalópolis.
El comienzo es tan espeluznante que recuerda, de manera premonitoria, a una escena propia de los campos de concentración que poblarían Alemania y el resto de Europa poco más de 15 años después. Por no hablar de ese conjunto de engranajes, motores y ruedas dentadas que fueron, con seguridad, una inspiración para la crítica de Charles Chaplin, con su característico humor, a la sociedad industrial y alienante en «Tiempos modernos» (1936). Basta unos segundos de esta imagen para transmitir la sensación de técnica deshumanizante y agotamiento físico en el que viven instalados los proletarios en oposición, a posteriori, al clima de tranquilidad y sobreabundancia del estamento dominante.
Conforme avanza la historia, un amante del séptimo arte puede identificar planos y momentos que inspiraron más adelante a clásicos como «Cantando bajo la lluvia» (1952) —el casting de modelos en los Jardines Eternos recuerda a la escena de «Beautiful girl»—; «Akira» (1988) —los rascacielos apelmazados y las carreteras elevadas sobre el callejero de Metrópolis recuerdan sobremanera a Neo-Tokio— e «Indiana Jones y el templo maldito» (1984) —la Máquina Corazón que da energía a la ciudad, gracias a la sangre, sudor y lágrimas de los obreros, transformada en Moloch en la pesadilla de Freder, recuerda a la divinidad Kali y los sacrificios humanos que les ofrece la secta Thuggee—.
Otro elemento a analizar es el mensaje de «Metrópolis», protagonizado por ese lema al comienzo de la película: Mittler zwischen Hirn und Hand muss das Herz sein (El mediador entre el cerebro y la mano ha de ser el corazón). De marcado calado social, a lo largo de la película hay una intensa lucha entre quienes quieren cooperar (María y Freder) y quienes optan por el choque (Joh Fredersen y el científico Rotwang). En un contexto histórico clave como los últimos días de los años 20 llama poderosamente la atención cómo en apenas unos años el NSDAP llegaría al poder. La influencia de Lang en Riefenstahl también es evidente. No es de extrañar que los totalitarismos se adueñaran con rapidez de la técnica cinematográfica con el fin de utilizarla para sus fines propagandísticos y manipular la memoria colectiva: en 1927 también se había estrenado en la incipiente URSS «Octubre», de Serguéi Eisenstein. Por momentos «Metrópolis» recuerda a la dura advertencia de Hilaire Belloc en «El Estado servil» (1913): el advenimiento en el futuro próximo de una sociedad formada por unos pocos propietarios de los medios de producción frente a una mayoría social de asalariados subyugados carente de las mínimas propiedades necesarias para ser libres y no tan dependientes del Estado: un hogar, un vehículo y un empleo estable y lo suficiente remunerado para vivir dignamente el trabajador y su familia.
Esta joya del expresionismo alemán invita a profundizar aún más en esta corriente. Los efectos especiales son asombrosos. Toda la técnica que rodea a la película es de una calidad única. La banda sonora, de clara inspiración wagneriana, construye durante todo el largometraje un clima envolvente, penetrante y épico. Con Lang, como con cualquier otro director de cine que ha trascendido, paso lo de siempre: uno no sabe cuál es su mayor obra maestra. Y es que tras «Metrópolis» estrenó, tan sólo 4 años después, «M, el vampiro de Düsseldorf», otro largometraje imprescindible. Por no mencionar la etapa hollywoodiense del austriaco. A quien diga que el cine mudo es aburrido, simplón o demasiado antiguo, le recomiendo encarecidamente que vea «Metrópolis»: sus evocadoras imágenes provocan en el espectador emociones y sentimientos tan profundos e impactantes, apelando únicamente al poder de las imágenes en movimiento, que le dejan a uno sin palabras.