Todo empezó cuando se nos murió el coche. Después de trescientos mil kilómetros de lealtad, nuestro Alhambra expiró fatalmente, y, como el ajo (la reparación) costaba más que el pollo (el vehículo), tuvimos que cambiar de coche. Luego, sin mucho respiro, vino lo de la depuradora, que estalló, se incendió y en nada quedó reducida a cenizas: los bomberos extendieron allí mismo el certificado de defunción. Y esta misma mañana, sin llamas ni chispa alguna, la tostadora nos ha dejado para siempre. Sobrevivió sólo a los madrugadores. Los que llegamos después nos encontramos un cacharro inerte, tristemente apagado, inútil a su pesar.

Pasa con todas las cosas. Envejecen y se agrietan, se gastan y acaban palmando. Se tupen, el fosfato o cualquier otras sustancia las ataca y terminan diñándola. Uno puede —¡debe!— desvelarse en su cuidado, pero, al fin y a la postre, acabará comprobando que nada material es eterno. No quiero ser cenizo (bastante cenizas, ay, fueron ya las de la depuradora). Sólo quiero destacar que, por más que la tecnología avance y hasta nos obnubile con su pretendida omnipotencia, los chismes que manejamos a diario tienen un límite, y que no hay servicio de mantenimiento que los conserve a perpetuidad. Todos hemos asistido, por ejemplo, al funeral de un ordenador que se nos vendió como inmortal. De eso nada: antes o después, habremos de viajar al punto limpio.

Aclaro también que no tengo nada en contra de las cosas. Aprecio mucho su utilidad y, cuando es el caso (por ejemplo, la famosa silla de Thonet), su belleza. Además, como ha argumentado Byung-Chul Han, en un mundo que se vacía de cosas y se llena de información, las cosas «nos anclan al ser». Pero esa especie de «virtud metafísica» no impedirá que las cosas perezcan o que la obsolescencia las hiera.

Pero no sucede lo mismo con las personas. Cualquier relación dañada (dos hermanos que no se hablan, unos amigos que llegaron a odiarse, un hombre y una mujer que se ignoran) está esperando su restauración. Los vínculos huyen de la ceniza. Basta que la voluntad se despierte para que el ave fénix alce otra vez el vuelo. Los lectores de Gautreaux lo sabemos bien. En las historias del escritor de Luisiana, los lazos se rehacen. Así, en El paso siguiente en el baile, el grand-père sostiene que «por mantener a una esposa, cambia uno hasta de calzoncillos en medio de la plaza del pueblo, si es necesario», y la hermosa Colette se enamora de Paul porque era un chico «que conseguía que las cosas estropeadas volvieran a funcionar».

Se trata de eso: restaurar, reparar, procurar que todo vuelva a funcionar de nuevo (no como antes: mejor que antes). Se trata de que, en nuestro entorno más inmediato, no se tupa ninguna amistad. Que nada se agriete por nuestra causa. Que, como en la novela mencionada de Gautreaux, seamos la persona despreocupada y bromista que repara la maquinaria de los sueños ajenos.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).