La libertad en la Nueva Revolución (II)

Los teóricos del liberalismo aseguraban que la libertad política era un problema resuelto gracias a que la oposición garantiza el relevo de los Gobiernos indeseables. Sin embargo, la oposición política que sale de las urnas en la Nueva Revolución sólo es la minoría cuya participación en el juego electoral legitima o blanquea al gobierno de los buenos. Un Gobierno misericordioso que tolera a una pérfida oposición.

No obstante, a los gobiernos revolucionarios del siglo XXI se les conoce porque dividen a la oposición en dos: el tonto útil que otorga el barniz liberal al teatrillo, y el mal que destruir entre proceso electoral y proceso electoral.

La construcción gubernamental no sólo de su poder, sino también de su auctoritas resulta curiosa, pues la causa de su cacareada superioridad moral no es otra que el 51% de los apoyos en las elecciones o en el Parlamento.

Por tanto, la diferencia entre gobierno (bien) y oposición (mal) es la estadística. Para lograr esa unión entre la mayoría y el bien utilizan la falacia conocida como petición de principio, donde la proposición que se quiere probar está implícita en la premisa.

Premisa única. La mayoría tiene derecho a gobernar porque quiere el Bien para la mayoría.

Conclusión 1: el Gobierno que resulta de la mayoría persigue el Bien porque es el Gobierno de la mayoría.

Conclusión 2: la oposición representa el Mal porque no quieren el Bien para la mayoría dado que son minoría.

La falacia de la estadística como factor moral se acredita en cuanto nos preguntamos cómo se refleja esa superior bondad de la mayoría en cada problema concreto. Así, ¿cómo funciona la auctoritas del 51% en los pueblos y ciudades castigados por la inseguridad y que se quejan de ella? ¿Cómo se conjuga el Gobierno de la mayoría, es decir, el Gobierno del bien; con la frustración de muchos ciudadanos que también son sus votantes? ¿Quién tiene la moral de su lado en estos casos? ¿el político elegido por la mayoría parlamentaria o los disconformes con una política pública?

Si la razón moral la tiene el político elegido por el hecho de haberlo sido por una mayoría del 51% de los votos o de los diputados, ¿qué papel le queda a la minoría que lo impugna? ¿es justo destruir a los que se quejan cuando la mayoría no sólo representa al vencedor, sino el Bien?

La absurda formulación de la última pregunta deja en evidencia la falacia de la supremacía moral del gobierno revolucionario del 51% y nos permite obtener una primera conclusión de Perogrullo, pero que conviene tener presente para los tiempos que ya están aquí: la legitimidad de la mayoría electoral no es superior, en términos morales, a la resistencia ciudadana que pueda contradecirla.