Cada 8 de diciembre, la Iglesia universal honra la Inmaculada Concepción de la Virgen María, dogma proclamado por el Papa Pío IX en la bula Ineffabilis Deus de 1854: la certeza de que María fue preservada de toda mancha de pecado original desde el primer instante de su Concepción.
En este mes, el calendario marca el frío, ese gélido telón de fondo que, sin embargo, nunca ha bastado para doblegar el espíritu de nuestra sufrida Infantería Española. Aquí, me viene a la memoria la magistral sentencia de Camilo José Cela en A pie y sin dinero, pero amo del mundo: «Hace frío, mucho frío, pero nunca bastante para frenar a la Infantería, que con un trajecito de dril, derrite la nieve de los montes y la escarcha de los ríos difíciles y el hielo que oprime los corazones en desgracia».
Y esa Infantería se convierte en el epicentro de un recuerdo profundamente personal: hace ya 32 años de mi juramento a la Bandera. Fue un 8 de diciembre, una fecha doblemente sagrada, que me consagró como infante y, con inmenso orgullo, como caballero legionario en el glorioso Tercio «Gran Capitán» I de la Legión en Melilla, la antigua Rusadir.
El secreto de un juramento en Melilla
Aunque la geografía del norte de África no se correspondiese con la escarcha descrita por Cela en 1993, la esencia de su prosa resonaba en el patio de armas y en pretéritos recuerdos de mis estudios filológicos. El escritor desvelaba el alma del soldado: «El secreto de la Infantería, la Española de las cornetas en el cuello de la guerrera, es el de sacar fuerzas de flaqueza y hacer de tripas corazón…y el otro secreto es el de calentar el aire con la mirada y darse cuenta de que la batalla terminó cuando el soldado creía que estaba empezando».
Si el frío estuvo presente —cosa que dudo—, debo confesar que la emoción, la tensión e intensidad de aquel miércoles lo borraron de mi memoria. El momento era único, un punto álgido en mi vida que provocaría, de hecho, una evasión espiritual y temporal. No exagero.
En aquel histórico recinto, con el Fuerte de Cabrerizas Altas como pétreo testigo, guardaespaldas, y el solemne y acompasado despliegue de casi 300 jurandos, el compromiso se transformó en una experiencia casi mística. Insisto, no es exageración, sino el desenlace del deseo de dos meses antes —de recluta o aspirante a caballero legionario— hecho realidad en nuestro propio acuartelamiento con el nombre del fundador del Tercio de Extranjeros, Millán-Astray.
El traslado místico a Empel
Esa elevación del espíritu me transportó, inevitablemente, a la gesta fundacional de nuestra Patrona: el milagro de Empel. Un día antes, en la oscura tarde del 7 de diciembre de 1585, en aquellos gélidos Países Bajos, los infantes españoles del Tercio Viejo del Maestre de Campo Francisco Arias de Bobadilla se enfrentaban a su peor fortuna. Cerca de cinco mil soldados, exhaustos y hambrientos, estaban acorralados por las fuerzas navales del Almirante Holak en la Isla de Bommel. El duro invierno en Flandes, la constante humedad de los ríos Mosa y Waal, la ausencia de refuerzos prometidos y la visión de sus propias naves ardiendo en la distancia, habían reducido sus esperanzas a la mínima expresión. La Muerte, con su cruel e insaciable guadaña, buscaba voluntarios para morir. Era cuestión de tiempo salvo que ocurriese algún milagro.
Ante la propuesta de una rendición que honrase su valor, la respuesta de Bobadilla encapsuló el indomable orgullo hispano: «Los infantes españoles prefieren la muerte a la deshonra. Ya hablaremos de capitulación después de muertos». La venganza del Almirante Holak no se hizo esperar al provocar y desatar la furia de la naturaleza, abriendo los diques para que las aguas heladas anegaran la posición española. Sólo quedaba el pequeño montículo de Empel, el último suspiro, la única tabla de salvación.
El milagro y el origen del patronazgo
Fue en ese último reducto donde la fe iba a obrar el inesperaso prodigio. Un infante, que desesperadamente cavaba una trinchera, halló en el barro una pequeña tablilla flamenca con la imagen policromada de la Inmaculada Concepción. Los gritos de asombro resonaron. La efigie fue colocada sobre la Bandera. Los bravos Tercios se arrodillaron en el lodo para rezar la Salve, gritando al unísono «¡salve, Virgen Inmaculada!».
Bobadilla lo interpretó como una señal divina, el último y victorioso recurso ante la adversidad, una respuesta sin parangón: «¡Soldados! ¡El hambre y el frío nos llevan a la derrota, pero la Virgen Inmaculada viene a salvarnos!». Entonces, instó a sus hombres al abordaje nocturno, provocando que el milagro se filtrara en las adversas condiciones climatológicas. A última hora de esa misma tarde, un viento helador arreció, y para la madrugada del 8 de diciembre, las aguas que rodeaban la isla y que debían sepultar a nuestros hombres, se habían congelado de manera milagrosa. Los infantes españoles avanzaron sobre un divino y providencial puente de hielo, al amparo de la oscuridad, sus convicciones y la imagen de su Protectora como guía.
El ataque por sorpresa supuso una victoria épica e inenarrable, obligando al Almirante Holak a levantar el asedio con una frase que resonaría a través de los siglos: «Tal parece que Dios es español al obrar, para mí, tan gran milagro».
La Inmaculada Concepción iba a convertirse, por aclamación, en la Patrona de los Tercios de Flandes y, por extensión, de nuestra brava y sufrida infantería. Un milagro de fe y coraje que hoy, 32 años después de mi juramento personal a la Bandera, sigue siendo la inmutable e irrefutable prueba de que la fuerza del soldado se nutre, en última instancia, de su convicción y determinación para conseguir la victoria.
Nieve y azul, bandera de diciembre.
Algo se anuncia en medio del Adviento.
Se insinúa una brisa, un soplo, un tiento
suavísimo, lejano. Y sin que siembre
la semilla el gorgojo ni remembre
mente alguna mancilla en pensamiento.
Y cae la nieve que nos cuenta un cuento
de pureza abrigada hasta septiembre,
la nieve descendiendo inmaculada,
la nieve y no de nube, la imposible
nieve de limpio azul, blanca y rosada,
sesgando el aire con copos de alegría,
besándose a sí misma, inaccesible,
la nieve en flor y madre de María.
A la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, Gerardo Diego.


