Desde hace ya muchos años, las universidades de los Estados Unidos se han convertido en el epicentro de un tipo de pensamiento progresista muy particular, muchas veces llamado «izquierda woke» o posmoderna. Esta corriente, centrada en temas como la identidad, el lenguaje inclusivo, la interseccionalidad o la «cancelación» de discursos considerados «ofensivos», ha ganado una influencia tremenda, sobre todo en entornos académicos y culturales que han marcado la línea política de las diferentes administraciones norteamericanas y las legislaciones que se han puesto en marcha.
Lo curioso es cómo estas ideas, en esa obsesión tan europea de mirar con envidia y complejos todo lo que suena anglosajón, aunque sea contrario a nuestros intereses más básicos, han cruzado el Atlántico y se han convertido en hegemónicas en la izquierda europea, que tradicionalmente estaba más centrada en temas de clase, redistribución económica o derechos laborales. Muchos partidos y movimientos denominados progresistas en Europa han adoptado este lenguaje y enfoque, a veces dejando de lado a sus bases clásicas, que no siempre se sienten cómodas con estas nuevas prioridades y sienten como son insultadas y condenadas al averno por atreverse a desenvainar la espada para defender «que el pasto es verde», como anticipó ya Chesterton que pasaría.
No es raro ver a trabajadores, obreros o personas de sectores populares —que antes se identificaban incluso con automatismos familiares o sentimentales con la izquierda— empezar no ya a mirar con simpatía a discursos más conservadores, sino a acudir en masa a votar por ellos. En las franjas juveniles es evidente que la rebeldía ha cambiado de bando y el voto tiene más simpatía por opciones soberanistas o patriotas que parten de la nueva derecha ha dejado hace mucho de ser marginal, dado que las visiones nacionalpopulares en la propia izquierda han sido arrinconadas y algún intento de revertir esta situación aún está en pañales. Este cambio de registro no es tanto porque se hayan vuelto reaccionarios, sino porque sienten que la izquierda sistémica ya no los representa e incluso les agrede. Como dijo Mark Lilla, profesor precisamente en la cuna woke de la Universidad de Columbia: «La obsesión con la identidad ha llevado a la izquierda a perder el sentido de lo común, de lo colectivo».
En lugar de unir, estas nuevas posturas terminan dividiendo. Y mientras se discute si usar «elle», por poner un ejemplo de lo absurdo pero que anticipaba la imposición de otras inercias de mucho más calado, la clases obreras y populares siguen con sueldos bajos, alquileres imposibles y cero perspectivas de futuro para esos hijos que muchos no se pueden ni plantear tener. En resumen, esta importación ideológica que llegó curiosamente desde las élites de los Estados Unidos ha provocado un giro inesperado en el guion: una parte importante de la izquierda ha virado hacia lo simbólico e incluso lo estrambótico, mientras que otra sección de su base histórica se ha desplazado hacia opciones conservadoras que, al menos, hablan su idioma.