Por un momento, Gustav Mahler creyó haberlo dicho todo en un solo acorde. Pero no. La vida —y la muerte— le exigían algo más. Así nació una de las obras más conmovedoras del repertorio clásico: su Segunda Sinfonía, la Resurrección.

En 1888, Mahler era un joven director de orquesta, conocido por su carácter intenso y su afán de perfección. Por entonces, había terminado su Primera Sinfonía, una obra cargada de naturaleza, ironía y drama. Pero tras su estreno, algo quedó sin resolver. ¿Y después de la muerte, qué?

Ese fue el punto de partida de su segunda sinfonía, una obra monumental que le tomó más de seis años completar y que, a día de hoy, sigue dejando sin aliento a quien la escucha. La sinfonía comienza con un movimiento fúnebre, originalmente concebido como una pieza autónoma: Totenfeier (Ritos fúnebres). En él, Mahler imagina el entierro de un héroe —quizás el mismo protagonista de su sinfonía anterior, quizás Jesucristo— mientras la música oscila entre la solemnidad, el misterio y el desgarro. Pero Mahler se detuvo. «¿Para qué enterrar al héroe, si no voy a decir qué pasa después?», escribiría. Ese «después» se convirtió en el corazón del resto de la obra. La sinfonía necesitaba renacer. Literalmente.

En el segundo movimiento, la música da un giro inesperado: una danza suave, nostálgica, que parece evocar momentos felices de la vida del difunto. Luego, el tercero irrumpe con una especie de marcha absurda, irónica, casi burlona, basada en una canción compuesta por el propio Mahler: la predicación de San Antonio a los peces. Aquí, la música parece reírse de la rutina, del sinsentido, de la fugacidad de las cosas. Todo se tambalea.

Entonces ocurre algo inesperado: entra una voz. Una contralto canta Urlicht («Luz primigenia»), un poema popular que habla del anhelo profundo de volver a Dios, de trascender el sufrimiento. La orquesta se hace pequeña, íntima, y la voz humana se convierte en el alma que habla directamente, sin adornos, desde un lugar de esperanza silenciosa.

Y entonces llega el final. Más de media hora de música que lo abarca todo: miedo, juicio, silencio, redención. Trompetas que suenan desde fuera del escenario como si vinieran del más allá, coros que aparecen poco a poco, una calma tensa antes del estallido de luz. Mahler escribe parte del texto él mismo, inspirado por un poema de Klopstock, pero adaptado con sus propias palabras: «¡Resucitarás, sí, resucitarás, mi corazón!». En Mahler no hay dogma. No hay cielo ni infierno. Solo la afirmación de que algo —el alma, la vida, la música misma— continúa.

El estreno en Berlín en 1895 dejó reacciones divididas. Mahler, como siempre, dirigió con intensidad feroz. Algunos quedaron asombrados; otros confundidos. Hoy, su Sinfonía de la Resurrección es considerada una de las cumbres del repertorio sinfónico, no solo por su escala, sino por su valentía emocional. No es una pieza religiosa. Es una meditación existencial, humana, desgarradora y luminosa a la vez.

Mahler dijo una vez: «La sinfonía debe ser como el mundo: debe contenerlo todo». En esta obra lo logró. Porque no solo retrata la muerte. La interroga. La desafía. Y finalmente, la atraviesa.