Esta flor que hoy llevo en la solapa tiene tonos entre azules y violetas. La descubrieron dos botánicos serbios (Sava Petrović y Josif Pančić) en 1884 cerca de Niš, en el sur de Serbia. La nombraron Ramonda Nathaliae en honor a la reina Natalia Obrenović (1859-1941). Si uno la mira de lejos, parece delicada y frágil, pero en realidad es una superviviente. Esta flor renace incluso cuando se ha deshidratado por completo. Sobrevive en los climas más adversos. Resiste los inviernos de mayor crudeza y los veranos de calor más tórrido. Parece amar tanto la vida, que no hay forma de imponerle la muerte.

Si esta flor fuese un país, sería Serbia.

No sorprende, pues, que los serbios la escogiesen para celebrar el fin de la Gran Guerra (1914-1918). El camino que condujo a la matanza de los europeos durante cuatro años no comenzó en el Puente Latino de Sarajevo el 28 de junio de 1914, sino mucho antes. El magnicidio de aquel día ofreció el casus belli necesario para desencadenar unas hostilidades que venían fraguándose desde años atrás. Cuando Viena trató de imponer a Belgrado unas condiciones inasumibles, la corte imperial ya sabía que la guerra se tornaría inevitable. Los años venideros serían para los serbios un verdadero calvario de dolor y heroísmo.

Por ejemplo, quedan para la historia las palabras que el general Dragutin Gavrilović (1882-1945) dirigió a sus hombres el 7 de octubre de 1914, día en que las tropas austrohúngaras se lanzarían al asalto de la capital de Serbia: «Soldados, exactamente a las tres horas, el enemigo ha de ser destruido en un feroz ataque, con granadas y bayonetas. El honor de Belgrado, nuestra capital, no debe mancharse. ¡Soldados! ¡Héroes! El alto mando ya ha borrado nuestro regimiento de sus registros. Nuestro regimiento ha sido sacrificado por el honor de Belgrado y de la Patria. Así que ustedes ya no tendrán que preocuparse por sus vidas: ya no existen. Por lo tanto, ¡vamos a por la gloria! ¡Por el Rey y la Patria! ¡Viva el Rey, Viva Belgrado!».

Al final, sus esfuerzos no bastaron para hacer retroceder a los invasores, pero su sacrificio resultó reconocido por el enemigo, que perdió a 10.000 hombres tratando de tomar la ciudad. El general alemán Von Mackensen ordenó levantar una placa en el campo de batalla que rezaba en alemán y en serbio «Aquí yacen los héroes serbios». Podría haber placas así por todos los Balcanes. Los serbios se retiraron hasta la costa albanesa atravesando las montañas en lo que se conoce como el Gólgota de Albania. Hostigados por los montañeses, famélicos y enfermos por las privaciones, los serbios se retiraban en orden y combatiendo. El rey Pedro I, de 71 años, se hizo presente entre sus tropas. Él también marchaba junto a sus hombres, casi ciego, en un carro tirado por bueyes. Aquel ejército, que parecía salido de las tumbas, logró abrirse paso y, gracias a navíos aliados llegaron a Corfú y allí se recompusieron. De aquel año 1916 data la canción Tamo daleko, (Allá lejos), que quizás mi favorita entre las canciones serbias. Desde luego fue la primera que aprendí en esta lengua prodigiosa.

El ejército serbio regresó al continente y siguió peleando hasta el final de la guerra. Serbia, sufriente, estaba entre los vencedores. De las cenizas de la guerra nació en Reino de los Serbios, los Croatas y los Eslovenos, cuya historia habrá que contar en otro momento. Baste señalar que aquellos que querían ver a Serbia muerta, se encontraron con una Serbia viva y palpitante. Como esta flor, que se pone en la solapa cada 11 de noviembre, Serbia no moría, sino que renacía de la devastación de la guerra. En estos días se cumplen 110 años.

Así que ya lo saben: si alguna vez se cruzan conmigo un 11 de noviembre y ven que luzco una flor en la chaqueta, piensen que no es una flor de muertos sino de vivos. Es una flor que simboliza un renacimiento, una esperanza y un regreso.