Chi poria mai pur con parole sciolte / dicer del sangue e de le piaghe a pieno / ch’i’ ora vidi, per narrar più volte? ¿Quién podría narrar, aunque lo hiciese / en prosa y repitiéndolo mil veces, / la sangre y las heridas que yo vi?

Infierno, Canto XXVIII

Comedia, Dante Alighieri

Desde los tiempos más remotos, hasta donde la memoria alcanza, el hombre siempre ha reconocido su condición de herido. El poema o epopeya de Gilgamesh es una de las historias más antiguas descubiertas (alrededor del año 2000 a. C) y en la que se evidencia la flaqueza humana. Si necesitamos pruebas históricas acerca del reconocimiento de tal imperfección, las tenemos. Jamás se ha dicho que el hombre naciera invulnerable a nada. Al contrario, si algo lo ha caracterizado ha sido su inclinación a la fractura.

Al remontarnos a sus más lejanas evocaciones podemos concluir y reconocer que el hombre nace con dos heridas y vive para una tercera. Toda alma es una herida, decía Nicolás Gómez Dávila, y nada parece oponerse a ello. La primera herida es de origen metafísico, el pecado o la separación de Dios; la segunda es somática: el ombligo como cicatriz; la tercera tiene que ver con lo que está por llegar, con nuestra vivencia personal. Tanta lesión podría aludir a una vivencia traumática, y en cierto modo nos remite al drama de la vida, pero la realidad es que la primera de las heridas, de alguna manera que no alcanzamos a comprender, ya ha sido debidamente atendida por un médico que sanaba con la palabra. Acerca de la segunda podemos observar lo ventajoso: jamás nos ha producido dolor y tampoco albergamos conciencia alguna del momento en que sucedió. En cuanto a la tercera, todo está por hacer.

La cicatriz que perdura tiene mucho que ver con esta última. Es un testimonio que parte de una realidad concreta ––en íntima relación con el TCA, la anorexia––, pero que alberga ecos universales de cualquiera de las heridas del alma ––tal y como indica Tere Robles en el prólogo–– y de cómo cualquiera de estas puede actuar como catalizador de su propia sanación. El sello del sufrimiento ya indeleble en el corazón no se remite al dolor, sino al hermoso entorno que ha propiciado el restablecimiento de una mirada capaz de contemplar los vestigios de una pena en cierto modo presente, pero extinta. Así, la tercera herida aúna las alusiones de las heridas precedentes: no solo nos conduce a nuestro propio cuerpo, sino que se extiende invariablemente hasta el otro ––nuestra familia y allegados–– y, por tanto, hasta Dios. A lo largo de la travesía del libro se puede entrever la evolución terapéutica de la autora, de cómo basta una brizna de belleza para que el signo de una vida cambie, parafraseando al profesor y escritor Carlos Marín-Blázquez.

En las páginas del libro se reconoce un lugar de encuentro, una calzada por recorrer en la que autor y lector tendrán la oportunidad de aproximarse y entablar una conversación. Pero ni siquiera el mismo libro, debido a la limitación propia del medio, es capaz de reproducir el itinerario sentido por Nuria Casas: la incertidumbre, el llanto, la incomprensión, los anhelos, el desgarro, la alegría… son, de alguna manera, misterios que no llegarán nunca a desvelarse del todo. Son enigmas que, acaso se asomen ligeramente, podrán ser apreciados en la lectura atenta, en la inmersión de un corazón que se abre y se dispone a la vulnerabilidad con el único propósito de socorrer a todas aquellas almas que viven con una tercera herida todavía abierta.