Hay personas que, cuando se van, apagan la luz. No porque quieran, sino porque eran, sin saberlo, la lámpara. Y uno se queda en esa penumbra rara en la que el corazón late, pero no vive; respira, pero no canta. Como si dentro de nosotros quedara una casa cerrada. Las ventanas tapiadas, el polvo sobre los muebles, la humedad ganando terreno. Todo sigue ahí —los cuadros, los recuerdos, los ecos—, pero ya nada huele a hogar.
Recordaba esto al volver a ver Mi amigo Mr. Morgan, esa película discreta que no pretende enseñar nada y, precisamente por eso, enseña tanto. En ella, un profesor jubilado, viudo y solitario, vive encerrado en su rutina de silencio. No es que no quiera vivir: es que ya no sabe cómo. La muerte de su esposa lo ha convertido en guardián de un museo interior, en el que todo está intacto y, a la vez, muerto. Hasta que aparece Pauline, una joven que irrumpe en su vida con la torpeza luminosa de quien no conoce las normas del duelo ajeno. Ella no llega para salvarlo, sino para recordarle que aún hay aire fuera de esas paredes.
Y uno entiende entonces que lo difícil no es perder, sino seguir abierto después de perder. Porque cuando alguien importante se marcha —por muerte, distancia o decisión— no sólo se va esa persona; se va también el modo en que uno miraba el mundo junto a esa persona. Y cerrar el corazón es, en el fondo, un intento desesperado de conservar algo. Como si, clausurando las puertas, pudiéramos mantener dentro el perfume del pasado. Pero Dios no hizo el alma para que fuera un mausoleo.
Hace un tiempo escribí Ese superviviente impaciente. En él hablaba de los que seguimos adelante sin saber muy bien cómo, con la impaciencia de quien no soporta su propio dolor. Este texto podría ser la continuación, o quizá su reverso: no ya el que corre, sino el que se detiene y se encierra. Porque hay quienes, tras el golpe, deciden no volver a sentir. Y se juran, sin decirlo, que nadie más los hará sufrir. No entienden que en ese voto también renuncian a la alegría.
La casa cerrada del alma es, al principio, un refugio. Nos protege del viento del recuerdo, de las visitas indeseadas del pasado. Pero poco a poco se convierte en prisión. El aire se vuelve espeso, la luz ya no entra. Y un día descubrimos que ni siquiera podemos abrir las ventanas, porque las hemos sellado nosotros mismos, con el cemento de la desconfianza o del miedo. Entonces hace falta pedir ayuda. No basta con desear salir: hay que tener la humildad de reconocer que ya no encontramos la llave.
Ahí es donde entra Dios. No como el cerrajero que fuerza la puerta, sino como el que se sienta al otro lado y susurra: «Estoy aquí cuando quieras abrir». A veces la oración es sólo eso: un acto de rendición, una mano temblorosa buscando el pomo. Y Él, con su infinita paciencia, espera. Porque el amor divino no se impone: llama. Y si algo nos enseña Mi amigo Mr. Morgan es que el alma sólo revive cuando acepta volver a mirar hacia fuera, hacia los demás, hacia la vida.
No es casual que Pauline no pretenda reemplazar a la esposa ausente ni llenar su vacío. Lo que hace es mucho más cristiano: acompañar, escuchar, dejar que el otro vuelva a sentir sin miedo. En cierto modo, todos necesitamos una Pauline —alguien que nos recuerde que abrir no es traicionar el recuerdo, sino honrarlo—. Que cerrar el corazón no protege lo que amamos, sino que lo asfixia. Que la vida, con sus pérdidas, sigue siendo el lugar donde Dios nos espera.
Quizá el problema no es que duela tanto cuando alguien se va, sino que creamos que ya no tenemos derecho a que algo vuelva a dolernos. Pero el dolor, cuando se deja en las manos de Dios, se convierte en raíz. Y de ahí puede brotar la ternura, la compasión, la fe. La casa cerrada puede volver a ser hogar, si dejamos que entre la luz.
No hay fe más valiente que la de quien vuelve a amar después de perder. Ni oración más sincera que la de quien dice: «Señor, ayúdame a abrir». Porque abrir es volver a vivir. Y vivir, al final, es confiar en que con lo que se fue no se ha perdido del todo, sino que ha cambiado de casa.


