En su día me había comprometido con el jefe de esta gaceta a que la primera columna que publicase fuese un homenaje a Michael Caine. Luego, como han podido comprobar, la cosa me ha llevado por otros derroteros y, hasta el momento, he ido posponiendo, irresponsable e irremediablemente, mi compromiso y el merecido homenaje. Quiero cumplir ahora mi palabra porque creo en eso de que los homenajes han de hacerse en vida y porque, además, hace unos días me he vuelto a ver Mr. Morgan Last Love y, aunque Michael Caine siempre está estupendo, a mí me parece que en esta película hace una de las mejores actuaciones de su vida, y que, todo sea dicho, ha pasado un poco con pena, pero sin gloria.
Mr. Morgan Last Love, terriblemente traducida al castellano como Mi amigo Mr. Morgan, me chifla porque es en París, y eso siempre es un buen punto de partida. Me chifla porque el apartamento que sirve de escenario es muy bonito, hay muchos libros y vistas a la Torre Eiffel y, además, aparece, un poco como de refilón, una Lounge Chair de los Eames con su otomana, y a mí me encantan las cosas bonitas con libros, vistas a la Torre Eiffel y si hay una silla de diseño por el medio pues ya ni les cuento. Me chifla porque se cuidan los detalles y, también, porque nos va presentando la vida que llevó Matthew Morgan, que es Michael Caine, y eso hace que me quiera ver reflejado en ella, porque me gusta mucho, por lo que me paso gran parte de la película buscándome en la pantalla. Mr. Morgan last love me gusta por esas razones y otras tantas, pero me gusta especialmente porque Caine hace un papel de viudo que ha querido mucho aquellos libros, que ha querido mucho las cosas, que ha querido mucho la vida y, sobre todo, que ha querido mucho a su mujer. Y eso es lo que quiero en mi vida, quererla mucho, en cantidad y en calidad, adorarla.
Pero Mr. Morgan Last Love es una película tan compleja como la vida misma, y yo diría que dirigida a aquellos que han sentido la soledad, a los que la están sintiendo y a los que la van a sentir, esto es, dirigida a todas y cada una de las personas del mundo. Porque Matthew Morgan se queda solo en la vida y en Francia, él que es americano y no se había ni molestado en aprender el idioma porque tenía a su mujer con él, que lo hablaba perfectamente. Matthew Morgan pensaba que su mujer iba a vivir para siempre, porque el amor nos hace creer que, como el sentimiento es eterno, las personas también lo son. Pero Matthew Morgan se equivoca, como nos equivocamos todos. Y entonces comienza a llevar una de esas cuentas que parten de un punto, que nos distancian de él y que sólo son hacia delante, que sólo crecen y aumentan. «Hace tres años, dos meses y once días», dice. No piensa en los días que le faltan para volver a verla, no, tacha los días que hace que no la ve. Decía Julián Marías que, tras la muerte de su mujer, cuando regresaba a donde habían compartido tantas cosas juntos, todo aquello le llenaba de recuerdos, de nostalgia, de felicidad, de épocas de felicidad, mejor dicho, y que, al cabo de unos días, no lo podía soportar. Y yo pienso que solamente hay una cosa peor que el notar que ella no esté presente, y es sentir la ausencia. Porque cuando comienzas a sentir la ausencia te conviertes en ese superviviente impaciente a la espera de y en busca del recuerdo. Camilo José Cela llamaba a la memoria esa «fuente de dolor» porque es un pozo tan profundo que puedes estar sacando cubos durante toda una vida. Y es que recordar, tristemente, no es volver a vivir. Recordar es, un poco, lo contrario.
Y Matthew Morgan recuerda y siente la compañía de su mujer, probablemente piense en su olor, en su forma de mirarle, escuche su tono de voz que no quiere olvidar. Es curioso lo rápido que pueden desaparecer ciertos detalles de nuestra memoria. Matthew Morgan siente que pasea de nuevo de su mano, que la abraza en la cama y uno, viendo a Michael Caine en la pantalla, no puede más que sentir el tacto de esa mano que no está, esa mano que no puede dar o que no puede coger. Y entonces recuerdas cómo hay noches en que te duermes, precisamente, sintiendo ese tacto. Y aquí está la magia de Caine, que es la magia del cine, del buen cine, quiero decir. Porque Michael Caine es capaz de llevarte a ese lugar, a la desilusión, la desesperanza, la tristeza y la pérdida. Pero, también, moverte en apenas una hora y media a una nueva ilusión, a una esperanza y a unas nuevas ganas de vivir.
Mr. Morgan Last Love duele como la vida misma y nos hiere cuando dice aquella verdad de que «No amas la vida en sí. Amas lugares, animales, personas, recuerdos, comida, literatura, música. Y, a veces, conoces a alguien que necesita todo el amor que tienes para dar. Y si pierdes a ese alguien te parece que todo lo demás también desaparecerá. Pero todo lo demás sigue existiendo». Mr. Morgan last love nos hiere, ahora de gravedad, con aquello de que «Puedes añorar a un solo ser, aunque estés rodeado de muchos otros. Esos otros son como figurantes, te nublan la visión, son multitud insignificante, son una distracción inoportuna. De modo que buscas olvidar en soledad, pero la soledad sólo hace que te marchites».
Mr. Morgan Last Love duele porque nos deja llenos de una ausencia y nos recuerda que, a veces, todos somos un poco ese superviviente impaciente.