Lo que más me fastidia del cambio de hora es que nuestro Gobierno, en su línea, quiere acabar con una de las pocas cosas que aún compartimos todos los españoles: la confusión. Yo nunca he sabido cuándo se cambia la hora porque, de hecho, nadie lo sabe muy bien. Es un día que a todos nos llega de sorpresa, y solemos enterarnos en el trabajo, tras la celebración de algún compañero —«este finde se duerme una hora más»— o el lamento de algún otro —cuando a las dos son las tres—. Lo explican los periódicos y las televisiones sin éxito pero no por ello dejan de intentarlo. Tiene algo de ritual.
Llego aquí porque la filosofía de lo cotidiano, la de andar por casa, tiene mucho que decirnos sobre el cambio de hora. La propuesta de Pedro Sánchez de acabar con esta tradición supone, más allá de una nueva cortina de humo para tantos trapicheos, prostíbulos, sobres con dinero y demás amaños, un nuevo paso en la destrucción de todo lo que somos, acaso de lo que alguna vez fuimos. Hay en el progresismo una tara intelectual de gran peligrosidad: si malo es creer que todo tiempo pasado fue mejor —en esto cae alguno de los nuestros—, mucho peor es creer que todo tiempo pasado fue peor. Ahí está Sánchez y su pretensión con unificar la hora.
En el PSOE (y en gran parte del PP) tienen la certeza de que todas las costumbres que hemos heredado de nuestros antepasados están equivocadas. Es el puñetero argumento del «en-pleno-siglo-xxi», como si la acumulación de años trajese consigo una irremediable mejoría al mundo. Pretenden que consintamos que lo que nuestros mayores creyeron bueno para su sociedad ha dejado de serlo para la nuestra; que lo que ellos vieron sabiamente con anterioridad —que eso es un precepto— estaba en realidad distorsionado. Que todos los «antecedentes condicionantes» —así los llama Higinio Marín— nos perpetúan en el atavismo frente a su paradigma de progreso.
Pensar que uno tiene siempre la razón debe ser agotador, pero Sánchez y sus secuaces en Europa parecen estar descansadísimos en su incultura. No es cuestión de ponerse pedante, pero hay de fondo mucha tela que cortar: si la cultura es la relación del hombre con la naturaleza —de ahí la agricultura como primera de todas las relaciones—, esta emancipación del reloj supone una sublime forma de incultura, una manera estúpida de adaptar el sol a nuestro ritmo frenético.
Y en medio de esta tiranía por la productividad, por el vivir para trabajar y siempre a oscuras, acabar con el cambio de hora nos perjudica porque no se pretenden aprovechar más horas de sol sino vivir permanentemente en el horario de invierno, asimilando Andalucía a estas tristes ciudades suecas o escandinavas donde la calle es una extensión de la oficina y no del hogar. El español es menos español cuando el sol desaparece. Pero Sánchez sabe que esta cuestión se va a convertir en debate nacional ahora que la UCO venía desfilando con nuevos informes.
Luego nos reiremos de Marcos Llorente, claro, pero en esta cuestión y en todas las demás me fío más de su defensa del sol y la luz roja que de los numerosos observatorios del Gobierno, los legisladores europeos y los comités del bienestar. Llorente es de los nuestros porque ha comprendido que fuera de los neones Bruselas —una vida entre penumbras— hay toda una naturaleza bien orquestada que no necesita comités ni directivas. Lo bueno es que cada vez somos más los que lo hemos entendido y no necesitamos instituciones para ello.
Durante los meses que viví en el Líbano llegamos a estar durante una semana con dos husos horarios distintos, lo cual desató una gran crisis política pero, sobre todo, una enorme confusión entre todos los ciudadanos. Recuerdo que se llegaron a cancelar las clases de la universidad durante dos días y no pocos supermercados decidieron abrir una hora antes y cerrar una después para no marear al personal. Aquel 25 de marzo de 2023 el Patriarcado Maronita decidió cambiar la hora —como cada año—, pero la comunidad musulmana se negó. El diálogo interreligioso arregló la situación pero en esta ocasión no va a haber entendimiento con Sánchez porque él no cree en nada.
No descarto que en Europa aplaudan la propuesta del Gobierno español, como tampoco que dentro de unas semanas vivamos todos instalados en un mismo huso horario, al fin emancipados de tanta costumbre vieja. Hay una cosa, eso sí, que ni su mayoría absoluta va a poder cambiar. Por mucho que se acabe con el cambio estacional, me temo que en España vivimos y seguiremos viviendo con varios husos horarios: el de los políticos y el de todos los demás.